El Dios-amor desea que todos los hombres alcancen esa vida para siempre y no excluye a nadie de ella; es el hombre mismo quien, por su opción, decide cuál será su suerte. De hecho, en los tres sinópticos aparece el episodio del hombre rico, donde un judío hace a Jesús la pregunta de qué tiene que hacer para obtener la vida definitiva. Jesús enumera las condiciones mínimas para ello, que difieren ligeramente según los evangelistas.
En Marcos (10,17-19), Jesús cita solamente los mandamientos éticos contenidos en el Decálogo. La condición es, pues, no hacer daño a nadie, manifestación mínima del amor; corresponde a la regla de conducta propuesta por los doctores judíos como compendio de la Ley, que interpretaba el mandamiento del amor al prójimo de modo puramente negativo: <<No hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti.>> Lo mismo ocurre en el episodio paralelo de Lucas (Lc 18,18-20).
En Mateo, en cambio, a la lista de mandamientos, casi igual a la de Marcos, añade Jesús el mandamiento-resumen: <<Ama a tu prójimo como a ti mismo>> (Lv 19,18). Este mandamiento ha de interpretarse en sentido activo; no corresponde, como en Marcos, al dicho de los rabinos, sino al compendio positivo de la moral del AT que hace Jesús: <<Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos>> (Mt 7,12). Lucas, por su parte, integra esta actitud positiva en la respuesta de Jesús a la misma pregunta hecha por un jurista (Lc 10,25-27), explicando el sentido activo con la parábola del samaritano (Lc 10,29-37).
Marcos insiste, por tanto, en el respeto al prójimo, que muestra ya cierta responsabilidad por su bienestar; el hombre no debe contribuir al aumento de la injusticia en el mundo. Mateo y Lucas añaden cierta actividad en favor del prójimo, que no pone en peligro el propio bienestar. Sin embargo, al tratar del mandamiento principal del AT, incluye también Marcos el mandamiento del amor al prójimo (Mc 12,28-31).
El mismo mínimo de amor, no ser indiferente ante la necesidad del prójimo, vale para los paganos, como lo explicita Mateo en la escena comúnmente llamada del juicio universal (Mt 25,31-46). Se trata en realidad del juicio de las naciones paganas (Mt 25,32: <<Reunirán ante él a todas las naciones>>), de la humanidad que no conoce al verdadero Dios, como contradistinta del pueblo judío, de cuyo juicio se ha tratado antes (Mt 19,28). Este juicio se va realizando durante la época del reinado del HOmbre (Mt 25,31: <<el Hombre>>; 25,34: <<el rey>>), es decir, en el curso de la historia. Mateo, cambiando el sentido destructivo que poseía el juicio de las naciones en el AT (Is 13-21; 34; Jr 46-51; Ez 25-32; 38-39; Jl 4,9-14; Am 1,3-2,3), quiere transmitir con esta escena que a los paganos se hace la misma oferta de salvación que a los judíos y que la condición para obtener la vida sigue siendo el amor al prójimo, aunque expresado esta vez en términos ajenos a los mandamientos de la Ley.
Lo mismo dice Pablo en la carta a los Romanos: <<Gloria, honor y paz [tocarán] a todo el que practica el bien, en primer lugar al judío, pero también al griego... Cuando los paganos, que no tienen Ley, hacen espontáneamente lo que ella manda, aunque la Ley les falte, son ellos su propia Ley>> (Rom 2,10.14).
Hasta ahora se ha tratado de la salvación en el sentido de <<vida después de la muerte>>. Como lo demuestran los textos citados, esa salvación es posible aun sin conocer a Jesús. La salvación, sin embargo, no se limita a ese aspecto; de hecho, la misión de Jesús incluye como objetivo primario que el hombre tenga <<vida antes de la muerte>>. El Dios-amor no se conforma con que el hombre alcance una felicidad ultraterrena. La plenitud humana a que él llama debe comenzar ya en este mundo. Crear condiciones para que ésta sea posible es la tarea del grupo cristiano.
Por eso los evangelios inculcan también el sentido de responsabilidad a la comunidad cristiana como tal. Así aparece en los dichos de Jesús que llaman a los discípulos <<la sal de la tierra>> y <<la luz del mundo>> (Mt 5,13-16) o en las parábolas de las diez muchachas y de los talentos (Mt 25,1-30), donde se reprocha la falta de compromiso y de amor (Mt 25,3s: la carencia de aceite) o la negligencia en poner a contribución los propios dones (Mt 25,25: esconder el talento bajo tierra; cf. Lc 19,20). El mismo sentido se encierra en el mandamiento de Jesús a los suyos según la formulación de Marcos (Mc 13,34: <<le mandó mantenerse despierto>>; cf. 14,34.37s; Mt 24,43; 25,13; 26,38). Se trata de no cejar en la entrega por amor a la humanidad, a pesar de la persecución y la amenaza de muerte, para ir construyendo la nueva sociedad de la que Jesús ha puesto las bases creando el hombre nuevo. La responsabilidad cristiana no nace de un sentido del <<deber>, sino de la viveza del amor.
La inseguridad de la salvación, consecuencia de la idea de un Dios ambiguo, atormenta al hombre y paraliza su acción. Si no está seguro del amor de Dios ni, en consecuencia, de su salvación futura, concentra su esfuerzo y su energía en la solución de este problema crucial. Vive angustiado y pendiente de sí mismo, preocupado por su destino. No tiene tiempo para dedicarse a los demás. Cuando Jesús asegura al hombre que Dios no es problema, que puede contar siempre con su amor, descentra al hombre de sí mismo y lo libera para que pueda dedicar sus energías a amar a los demás.
Los escritos del Nuevo Testamento aseguran al cristiano la certeza de la salvación (Ef 2,8: <<gracias a esa generosidad estáis ya salvados por la fe>>); en consecuencia, desaparece el temor a un juicio futuro: <<Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo es posible que no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? Al Mesías Jesús, el que murió o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quién podrá privarnos de ese amor del Mesías?... estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro>> (Rom 8,32-35.38-39).
La inseguridad de la salvación, consecuencia de la idea de un Dios ambiguo, atormenta al hombre y paraliza su acción. Si no está seguro del amor de Dios ni, en consecuencia, de su salvación futura, concentra su esfuerzo y su energía en la solución de este problema crucial. Vive angustiado y pendiente de sí mismo, preocupado por su destino. No tiene tiempo para dedicarse a los demás. Cuando Jesús asegura al hombre que Dios no es problema, que puede contar siempre con su amor, descentra al hombre de sí mismo y lo libera para que pueda dedicar sus energías a amar a los demás.
Los escritos del Nuevo Testamento aseguran al cristiano la certeza de la salvación (Ef 2,8: <<gracias a esa generosidad estáis ya salvados por la fe>>); en consecuencia, desaparece el temor a un juicio futuro: <<Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo es posible que no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? Al Mesías Jesús, el que murió o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quién podrá privarnos de ese amor del Mesías?... estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro>> (Rom 8,32-35.38-39).
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