domingo, 21 de abril de 2019

CAP IV. EL DIOS DE JESÚS C) LENGUAJE ARCAICO SOBRE DIOS.

Existen en el NT numerosas formulaciones que parecen contradecir la novedad del Dios de Jesús que acabamos de exponer.

Así, por ejemplo, hay casos donde Jesús predice el juicio condenatorio o la ruina a los que se oponen o no cumplen  el designio de Dios. Unas veces se trata de ser condenado al fuego: Mt 7,19: <<Todo árbol que no da fruto bueno se corta y se echa al fuego>>; Mc 9,43-48: <<Si tu mano te pone en peligro, córtatela; más te vale entrar manco en la vida, que no ir con las dos manos al quemadero, al fuego inextinguible...>>; Mt 25,41: <<Apartaos de mí, malditos, id al fuego perenne, preparado para el diablo y sus ángeles>>; cf. Mt 13,42.50; Jn 15,6: <<SI uno no sigue conmigo, lo tiran fuera como al sarmiento, y se seca; los recogen, los echan al fuego y se queman.>>

Otras veces se castiga con la expulsión a las tinieblas: Mt 25,30: <<Y a ese empleado inútil, echadlo fuera, a las tinieblas: allí será el llanto y el rechinar de dientes>> (cf. Mt 8,12; 22,13).

Se amenaza con la destrucción a la nación judía o a la ciudad de Jerusalén: Mc 12,9: <<¿Qué hará el dueño de la viña? Irá a acabar con esos labradores y dará la viña a otros>>; Mt 22,7: <<El rey montó en cólera y envió tropas que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a su ciudad>>; Lc 19,27: <<A esos enemigos míos que no me querían por rey, traedlos acá y degolladlos en mi presencia>>; 13,3.5: <<...si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también>>. En algunos casos, la amenaza se dirige a ciudades que rechazan el mensaje de Jesús: Mt 11,24: <<El día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti [Cafarnaún]>>; cf. 11,22; Lc 10,12.14s.

En otras ocasiones, Jesús sentencia la separación definitiva: Mt 7,23: <<Entonces yo les declararé: "Nunca os he conocido; lejos de mí los que practicáis la iniquidad.">> Mt 25,12: <<Os aseguro que no sé quienes sois>>. Lc 13,25: <<Una vez que el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, por mucho que llamáis a la puerta desde fuera diciendo: "Señor, ábrenos", él os replicará: "No sé quiénes sois".>>

La destrucción o el castigo pueden tomar otras formas. Así aparece en Mt 18,34s: <<Y su señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda. Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano>>, y en Mt 21,44: <<El que caiga sobre esa piedra, se estrellará y si ella cae sobre alguno, lo hará trizas>>.

En todos estos textos y en otros que podrían citarse se emplea un lenguaje simbólico. Para interpretarlos es necesario distinguir entre las formulaciones usadas por los escritores y el mensaje que quieren transmitir. Las primeras pertenecen a un sistema simbólico-conceptual propio de la época y de la cultura del escritor; es un lenguaje que tiene solamente la función de instrumento y que no ha de ser confundido con el mensaje contenido en él.

Aplicando este principio a los textos anteriormente citados, habría que decir que las diversas figuras de amenaza o castigo que aparecen en ellos y que resultan tan hirientes para la sensibilidad moderna pretenden transmitir solamente este contenido: que el hombre o el pueblo que rechaza el mensaje de vida se condena él mismo al fracaso existencial o a la ruina. Así, Marcos aplica el concepto del <<fuego del quemadero>> (<<la gehenna>>) para describir la autodestrucción del discípulo que se deja arrastrar por sus ambiciones (Mc 9,43-49).

Atribuir a Dios o a Jesús el castigo o el rechazo del <<pecador>> es una manera arcaica de hablar, que continúa la del Antiguo Testamento. Pablo, por ejemplo, apoyándose en Dt 32,35, menciona <<la venganza>>, <<ira>> o <<castigo>> de Dios (Rom 12,19); tomando pie de Is 45,23, habla del juicio divino para los cristianos (Rom 14,10s). De modo parecido, el autor de la carta a los Hebreos (Heb 10,30s). Este último concibe la persecución como una corrección de Dios a la comunidad (Heb 12,5s), aplicando el texto de Prov 3,11s.

En general, puede decirse que la tendencia primitiva era atribuir a la acción divina todo lo que sucede al hombre y en el mundo; se hacía una teologización de la historia (lenguaje arcaico). Poco a poco, el hombre fue comprendiendo las relaciones de unos sucesos con otros, su propia responsabilidad y las consecuencias inevitables de sus opciones; fue descubriendo la lógica de la historia y, en particular, la del mal.

Por eso, en el NT un mismo autor puede formular el mismo suceso con lenguaje teológico arcaico o con lenguaje existencial, según la circunstancia y los oyentes. Así, como se ha visto, Marcos, en la parábola de los viñadores homicidas (12,1-9), siguiendo la lógica del relato, describe la futura destrucción de Jerusalén y de la nación judía como una acción divina (12,9). En cambio, en 13,14-23, donde trata precisamente de esa ruina, no la atribuye a Dios, considera que es la consecuencia histórica de la infidelidad de los dirigentes y pueblo judío, que han rechazado el camino de la paz y de la justicia propuesto por Jesús y han mantenido el espíritu de violencia, anulando así el plan de Dios sobre ellos.

El concepto de <<juicio divino>> sobre las acciones humanas (Mt 11,22-24; 12,36.41s; 19,28 par.; 25,31-46; Mc 12,40, única vez; Lc 10,12-15; Rom 2,16; 14,10-12; 2 Tes 1,5, etcétera) es una manera teológica de formular la responsabilidad que compete al hombre de sus propios actos y opciones. Juan lo afirma muy claramente: <<El que le presta adhesión [a Jesús] no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en su calidad de Hijo único de Dios>> (Jn 3,18); <<quien escucha mi mensaje y así da fe al que me envió, posee vida definitiva y no está sujeto a juicio: ya ha pasado de la muerte a la vida>> (5,24).

Como se ve, es el hombre mismo quien redacta su sentencia, y ésta no es más que la consecuencia de las opciones que ha hecho. Quien opta por el amor / vida tendrá vida para siempre; quien opta contra el amor / vida no tendrá más que muerte. En este sentido, la potestad de dar sentencia que el Padre delega en el Hijo (Jn 5,27) significa que éste ratifica la sentencia que el hombre mismo se ha dado. Disponiendo de la vida, como el Padre (Jn 5,26), la sentencia consiste en no poder comunicar vida al que, por su opción obstinada y definitiva contra ella, la rechaza.

La formulación de la suerte final del hombre en categoría de <<juicio divino>> subraya la responsabilidad que conllevan los actos humanos. La apelación a la instancia divina expresa como inevitable y superior a la voluntad humana la vinculación existente entre los actos y sus consecuencias.

Términos  pertenecientes a un lenguaje arcaico son también los de <<siervo de Dios>> o <<servir a Dios>>. En el AT, el pueblo de Israel era llamado <<siervo de Dios>>, y lo mismo sus dirigentes y profetas. Por haber sido educados en la piedad judía, Pablo y otros autores de las cartas lo utilizan a veces refieriéndose a ellos mismos (Rom 1,1; Flp 1,1; Tit 1,1; Sant 1,1; 2 Pe 1,1; Jud 1; cf. Ap 1,1; Hch 20,19; Rom 12, 11; 14,18; 16,18; 1 Tes 1,9, etc). Nunca aparece el término en las cartas de Juan, y en el Evangelio se dice expresamente que Jesús no llama a los suyos <<siervos>>, sino <<amigos>> (Jn 15,13.15; cf. Mc 2,19 par.; Lc 12,4). De las dos formulaciones, sólo la segunda refleja el cambio de relación entre Dios y los hombres, manifestado en la nueva relación de los discípulos con Jesús.


CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 8. Un Dios dinámico.

Otro atributo tradicional de Dios, que queda matizado por la realidad del Dios-amor, es el de su inmutabilidad. El Dios-amor es inmutable en el sentido de que nunca cesa de amar, pero, por la naturaleza misma del amor, no puede contemplar impasible la historia de la humanidad, sin participar ni comprometerse con ella; es decir, no puede ser un Dios estático.

Como se ha visto, el evangelista Juan define a Dios de esta manera: <<Dios es Espíritu>> (4,24). El término <<espíritu>> expresa dinamismo; originalmente era sinónimo de <<viento>>, significado que se prestaba fácilmente para simbolizar una fuerza impulsora invisible. Definir a Dios como <<espíritu>> equivale a decir que Dios es una fuerza, un dinamismo de amor y vida en constante actividad.

La obra inicial de ese dinamismo es la creación, en la que se explaya el amor divino. Y el Dios-Espíritu la acompaña en su historia impulsándola hacia la plenitud, que será la culminación de su proyecto.

En los evangelios sinópticos, el dinamismo divino se expresa ante todo en la idea del reinado de DIos, que significa en primer lugar la realización del hombre nuevo (aspecto individual), cuya tarea ha de ser la creación de una sociedad nueva que permita el pleno desarrollo humano (<<el reino de Dios>>, aspecto social). Tal es el proyecto divino para la humanidad.

Ahora bien: el reinado de Dios es la propuesta de futuro que hace Jesús (Mc 1,15: <<el reinado de Dios está cerca>>). Dios debe y quiere ser el Rey del universo. Esta expresión, perteneciente a la cultura antigua, significa en nuestro lenguaje que Dios es la fuente del amor, el dador de la vida definitiva, el que garantiza el éxito de la empresa humana, que es la suya. Dios reina haciendo al hombre semejante a él.

Otra manera de expresar esta realidad de Dios es el apelativo <<Padre>>, que significa igualmente el que por amor comunica al hombre su propia vida. De hecho, como aparece en el <<Padre nuestro>>, el reinado que debe llegar es el del Padre (Mt 6,9-10).

Que el reinado de Dios sea una propuesta de futuro significa que no está realizado y, por consiguiente, que el amor de Dios no ha encontrado aún plena respuesta. El dinamismo del amor de Dios no ha conseguido aún llenar el ámbito que le corresponde, la creación entera; por ello sigue desplegando su eficacia y realizando su comunicación.

El deseo del Dios-amor por realizar su proyecto se expresa en las peticiones del <<Padre Nuestro>>: <<llegue tu reinado, realícese en la tierra tu designio del cielo>>. Al recomendar a los discípulos que pidan esto, Jesús indica que es deseo del Padre concederlo.

En realidad, lo que se pide no es la intervención unilateral del Padre en la historia humana. Las peticiones, que nacen de una experiencia, son al mismo tiempo deseo y compromiso. Los discípulos, que, por la experiencia del Espíritu, viven ya en cierta medida el reinado de Dios sobre ellos y constituyen el núcleo de la sociedad nueva, desean que la misma realidad se extienda a la humanidad entera y se comprometen a trabajar para conseguirlo. Para eso piden la ayuda del Padre, es decir, piden que su amor sea acicate en la historia humana, el motor oculto de su realización.

Para hacer realidad esta propuesta de futuro Jesús exhorta a cambiar de vida, es decir, a suprimir la injusticia personal, como condición previa para responder al amor de Dios (Mc 1,15: <<enmendaos>>). Si los hombres se cierran a esta exhortación, se frustra el ofrecimiento de Jesús y se bloquea la realización del proyecto. Al mismo tiempo exhorta a mantener viva la esperanza en la utopía final (Mc 1,15: <<tened fe en esta buena noticia>>), mostrando que se trata de un largo proceso.

Jesús, el Hombre nuevo, constituye, a nivel individual, la realización del proyecto de Dios. El Padre ha encontrado en él una respuesta plena, pudiendo desplegar en su persona todo su dinamismo de amor. Jesús anticipa así el destino del hombre, es la primacía de la creación acabada, de la humanidad nueva. La adhesión a él garantiza la realización del proyecto divino.

Mientras el proyecto de Dios, la condición divina de la humanidad, no esté realizado, no ha terminado la tarea de Dios en la historia (Jn 5,17: <<Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo>>). Esto significa que, en alguna medida, mientras la humanidad no dé una respuesta plena a su amor, Dios está como incompleto, porque su amor no está colmado. De este modo, podría decirse que Dios no llegará a ser plenamente Padre hasta que el hombre no sea plenamente hijo.

Esta es la idea que expresa Pablo en 1 Cor 15,28: <<Y cuando el universo le quede sometido [al Hijo], entonces también el Hijo se someterá al que se lo sometió, y Dios lo será todo en todos.>> Como en los sinópticos, la imagen del dominio regio que Pablo utiliza expresa en realidad la renovación de la humanidad por el amor, fruto de su adhesión a Jesús. Según la expresión de Pablo, cuando esto ocurra, Jesús ofrecerá al Padre esta respuesta plena de la humanidad, y será entonces cuando el Dios-amor se encuentre colmado, alcanzando a ser <<todo en todos>>.

viernes, 19 de abril de 2019

CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 7. Un Dios tierno.

El Dios-amor manifestado por Jesús difiere también del concepto de un Dios impasible e insensible, propio de las religiones o de la filosofía. Si Dios es amor, no es posible que permanezca indiferente ante la suerte de los hombres y ha de reaccionar con viveza ante aquellas situaciones humanas que se oponen al amor. El mal que sufren los hombres tiene afectarle.

Así lo subrayan los tres sinópticos cuando, ante determinadas situaciones humanas negativas, describen la reacción de Jesús con un verbo de sentimiento, <<conmoverse>>, que el Antiguo Testamento reserva para expresar la sensibilidad de Dios. De este modo ponen de relieve que Jesús, presencia de Dios en la tierra, reacciona como lo hace Dios mismo.

Jesús se conmueve ante la marginación extrema a que la sociedad judía condenaba, en nombre de Dios, a los que consideraba <<impuros>>; responde oponiéndose a la Ley que sancionaba la marginación, privando así a ésta de su fundamento. Con su actuación niega que pueda utilizarse el nombre de Dios para marginar a ningún ser humano y afirma que su labor, como la de Dios mismo, tiene a suprimir todo estado de marginación impuesto por la sociedad religiosa o civil (Mc 1,39-45).

En Mt 9,36 se describe la misma reacción de Jesús. A la vista de las multitudes <<se conmovió, porque andaban maltrechas y derrengadas como ovejas sin pastor>>. Ante esa situación, envía a los Doce <<a las ovejas descarriadas de Israel>> (Mt 10,6), con una misión liberadora (10,1); viendo el estado en que se encuentra el pueblo, pide al Padre que multiplique el número de enviados que trabajen por su liberación (9,37s).

Lo mismo sucede cuando siguen a Jesús multitudes hambrientas, tanto judías como paganas (Mc 6,34 par.; 8,2 par.). Su indigencia conmueve a Jesús, en contraste con la insensibilidad de sus discípulos (Mc 6,36; 8,4). Les enseña a compartir lo que tienen (Mc 6,37-44 par.; 8,5-9 par.), para que comprendan que sólo a través de la solidaridad podrán los indigentes liberarse de la opresión económica que sufren.

En el episodio del muchacho epiléptico (Mc 9,14-29), figura del pueblo desesperado, es el padre, que representa al mismo pueblo en cuanto ve en Jesús un posible liberador, quien le pide que se conmueva por su situación (9,22). De hecho, Jesús ejerce su actividad liberadora, de la que habían sido incapaces los discípulos (9,18.28), levantando al epiléptico / pueblo (9,27).

En el Evangelio de Lucas se describe el encuentro de Jesús con el cortejo fúnebre que sale del pueblo de Naín (Lc 7,11-16). La madre viuda es figura de la nación alejada de Dios; el hijo único, muerto, representa al pueblo, sin vida por esa  lejanía. La escena significa la situación extrema del pueblo judío, que, al apartarse de Dios, ha perdido toda esperanza de porvenir. Ante esta tragedia, Jesús se conmueve (7,13), le devuelve la vida y abre a la nación un porvenir nuevo.

El episodio de los dos ciegos de Jericó (Mt 20,29-34) expone la situación de los discípulos, que, cegados por la ideología nacionalista del judaísmo, no entienden el mesianismo de Jesús. Tampoco permanece Jesús indiferente ante esta situación ni ante el grito angustiado que la expresa (20,31). Por el contrario, <<conmovido, les tocó los ojos>> (20,34). El resultado es la visión y el seguimiento. De este modo expresa el evangelista su certeza de que aquellos discípulos acabarán comprendiendo a Jesús y siguiéndolo de verdad.

Confirmando que esta ternura de Jesús es la propia del Dios-amor, Lucas, en la parábola del  hijo pródigo (15,11-32), describe así la reacción del padre, figura de Dios, ante la vuelta del hijo: <<Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se conmovió; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos>> (15,20).

Paralalelamente, Mateo, en la parábola de los dos deudores (18,23-34), narra cómo el rey, de nuevo figura de Dios, se conmueve (18,27) y perdona la impagable deuda, como respuesta a la súplica desgarrada del deudor, mostrando así que Dios es sensible a la tragedia humana aunque ésta haya sido provocada por las culpas del propio hombre.

Finalmente, la ternura del Dios-amor, que se manifiesta en Jesús, debe ser también característica de todo hombre. Así lo sugiere Lucas en la parábola del buen samaritano (10,30-35), cuando, en contraste con el sacerdote y el clérigo, describe la reacción de éste ante el prójimo necesitado: <<Llegó adonde estaba el hombre y, al verlo, se conmovió>> (10,33). Al jurista que le había preguntado quién era su prójimo (10,29), Jesús le pone como modelo la conducta del despreciado samaritano (10,37), que refleja la actitud de Dios mismo.

Una línea constante del Antiguo Testamento muestra un Dios que hace suya la causa de los pobres, los desvalidos, los que son víctimas de la injusticia, y sale en su defensa; un Dios que toma partido por aquellos de los que nadie se preocupa (Ex 3,7-10; Dt 10,18; Sal 10,17s; 12,6; 35,10; 82,1-4; 107; Is 1,17; 58,6s; 61,1; Jr 21,11s; 22,15s; Ez 34, etcétera).

Jesús sigue esta línea del Dios defensor de los humildes. Así lo muestra cuando en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21) define su misión aplicándose el texto de Is 61,1-2: <<El Espíritu del Señor descansa sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor.>>

Ante la pregunta de los emisarios de Juan Bautista sobre si era él el Mesías esperado, Jesús describe su actividad en estos términos: <<Ciegos ven y cojos andan, leprosos quedan limpios y sordos oyen, muertos resucitan y pobres reciben la buena noticia>> (Mt 11,3-4).

Como Dios mismos, Jesús se pone del lado de los despreciados por la sociedad: marginados, descreídos y gentes de mala fama (Mc 2,15-17 par.; Lc 15; 19,1-9); rescata con ternura a los que yerran (Mt 18,12-14); en la sociedad pagana, ofrece a los oprimidos un camino de liberación (Mc 5,2-20 y paralelos).

Su solidaridad con los parias de la tierra llega hasta el punto de hacer suya su causa (Mt 25,40: <<cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos tan insignificantes, lo hicisteis conmigo>>); de este modo, desde ellos, apela a la solidaridad humana para que acabe con la injusticia.

Finalmente, su muerte en cruz, como un criminal, lo identifica con todos los inocentes que son víctimas de los poderes opresores.



jueves, 18 de abril de 2019

CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 6. Un Dios débil.

La idea generalizada del Dios omnipotente tropieza con grandes dificultades. Ante el dolor y la miseria de tantos seres humanos surge espontáneamente la pregunta de por qué Dios, si todo lo puede, no hace nada por poner remedio a esa situación. Inevitablemente se descubre una contradicción: si Dios es omnipotente, no es bueno, pues, pudiendo suprimirlo, parece indiferente a tanto dolor; si es bueno, no puede ser omnipotente en el sentido como se entiende de ordinario.

La explicación tradicional es que Dios no quiere el mal, pero lo permite, aun pudiendo evitarlo, para respetar la libertad del hombre. Extraño modo de proceder cuando esa libertad sirve para oprimir al desvalido, para matar al inocente, para imponer la injusticia a tantos millones de seres humanos, para aniquilar a los inermes por medio de la guerra. Nadie con un mínimo de sentimientos permitiría nada de eso si estuviera en su mano evitarlo.

Jesús nos muestra que Dios es amor y, por tanto, necesariamente bueno; en consecuencia, no puede ser indiferente ante el mal. Lo que hay que determinar es en qué sentido es Dios omnipotente.

En los evangelios nunca se llama a Dios omnipotente o todopoderoso. En la segunda carta a los Corintios (una vez) y en el Apocalipsis (nueve veces) aparece el término griego pantokrátor, que no significa exactamente <<todopoderoso>>, sino, más bien, <<Soberano de todo>>. En 2 Cor 6,18 el término se encuentra en una cita del Antiguo Testamento (2 Sam 7,14), para probar que los cristianos son el templo de Dios vivo, es decir, el ámbito donde de hecho se ejerce el reinado / soberanía de Dios; la realidad de ese reinado en la comunidad cristiana (utopía realizada) anticipa su realización en la humanidad entera (utopía por realizar). En el Apocalipis se refiere unas veces al reinado universal de Dios como ideal que se alcanzará en el futuro (utopía por realizar: 1m8; 4,8; 15,3), y otras, donde el autor coloca la escena es el tiempo final, a ese ideal ya realizado (utopía realizada: 11,17; 16,7; 16,14; 19,6.15; 21,22). La soberanía definitiva de Dios sobre el universo es otra manera de expresar lo que Pablo formula en 1 Cor 15,28 describiendo el estado final de la creación: <<Dios lo será todo en todos>>.

Es precisamente la realidad de Dios como amor sin límite la que permite encontrar una vía de solución al problema de la omnipotencia divina. Dando por supuesto que Dios es amor, puede preguntarse: ¿es el amor omnipotente? Por una parte, la fuerza infinita de amor / vida tiene una potencia sin límite, y en este sentido puede llamarse omnipotente; por otra, el amor tiene efecto solamente si es aceptado. Es ofrecimiento, no imposición. Querer forzar una respuesta de amor es hacerlo imposible, porque el amor supone la libertad de respuesta. La coacción impide el amor. Este es mano tendida, comunicación ofrecida; para que tenga efecto es indispensable que otra mano se tienda, que otro ser acepte y corresponda al ofrecimiento. Una persona puede amar a otra con toda el alma; si la otra queda indiferente ante ese amor, éste no puede realizarse y queda inerme. El amor comporta el posible fracaso y, ante el rechazo, experimenta la impotencia.

Para poder responder al amor de Dios es necesario que el hombre esté libre de coacción. El Dios de terror, el que amenaza con el castigo e impide la libertad, no produce amor, sino hipocresía.

La necesidad de la respuesta se ve clara en los evangelios en aquellas ocasiones donde Jesús dice a algunos de los enfermos que cura: <<Tu fe te ha salvado>> (Mc 5,34 par.; 10,52 y par.; Lc 7,50; 17,19). Esta frase indica que, aunque la salvación procede de él como presencia de Dios en la tierra, ha sido eficaz merced a la respuesta positiva de la persona. Así se ve claramente en el episodio de la mujer con flujos (Mc 5, 24-34). Cuando ésta toca el borde del manto de Jesús, mostrando su adhesión y confianza en él, se siente curada. Jesús, por su parte, nota la fuerza de vida (el Espíritu) que ha salido de él y que ha sido el agente de la curación. El amor ha sido eficaz porque ha encontrado respuesta. Así lo sintetiza la frase final: <<Tu fe te ha salvado>> (Mc 5,34).

El mismo sentido tiene la formulación de Juan cuando describe el propósito de Dios al enviar su Hijo al mundo: <<No envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve>> (Jn 3,17). Poniendo las dos últimas frases en paralelo, podía haber dicho: <<No... para que dé sentencia contra el mundo, sino para que lo salve.>> Tal construcción habría hecho depender la salvación solamente de la iniciativa divina. El texto, en cambio, pone como sujeto al mundo: <<para que el mundo ( = la humanidad) por él se salve>>; son los hombres los que han de aprovechar libremente la posibilidad de salvación que Dios ofrece en Jesús.

Por el contrario, cuando no existe una actitud receptiva, la acción del amor resulta imposible. Así lo expresa el evangelio en el episodio de la sinagoga de Nazaret. Ante la falta de fe de sus paisanos, Jesús queda impotente para actuar: <<No le fue posible de ningún modo actuar allí con fuerza... Y estaba sorprendido de su falta de fe>> (Mc 6,5.6).

El mismo fracaso del amor se aprecia en el lamento de Jesús sobre Jerusalén, <<¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la clueca a sus pollitos bajo las alas, pero no habéis querido!>> )Lc 13,34).

Tampoco tiene éxito la propuesta de Jesús al rico: <<Jesús se le quedó mirando y le mostró su amor diciéndole: "Ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza; y anda, ven y sígueme." A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó entristecido, pues tenía muchas posesiones>> (Mc 10,21-22). Una vez más, el amor no encuentra correspondencia.

En general puede decirse que todo el relato evangélico nos presenta el rechazo del amor de Dios, manifestado en Jesús, por parte de las autoridades judías (Mc 14,64: <<Todos sin excepción pronunciaron la sentencia de muerte>>) y, finalmente, también por el pueblo (Mc 15,13.14: <<¡Crucifícalo!>>). Ante el rechazo de su amor, Dios queda impotente, y Jesús tiene que aceptar la muerte. Esto queda patente en la escena de Getsemaní.

En ella, la causa de la agonía de Jesús es doble: la congoja por la ruina del pueblo judío, que no reconoce al verdadero Dios, y el descrédito del Padre, con quien Jesús se identifica, por la condena y la muerte infamante que él va a sufrir. Es Marcos el evangelista que más crudamente describe la escena, subrayando la tentación de Jesús. Da dos redacciones diferentes de ella; la primera, en forma condicional más suave, pertenece al narrador (Mc 14,35: <<Se dejó caer a tierra, pidiendo que si era posible no le tocase aquel momento>>); la segunda, que comienza en forma absoluta más fuerte, está puesta en boca de Jesús (14,36: <<¡Abba! ¡Padre!, todo es posible para ti; aparta de mí este trago; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú>>).

Jesús invoca la omnipotencia del Padre (<<todo es posible para ti>>), delatando la tentación que sufre, que es la misma que acecha a sus discípulos (Mc 14,38: <<Manteneos despiertos y pedid no ceder a la tentación...>>). Ante el fracaso de su misión con el pueblo judío, Jesús desearía una intervención divina de poder que cambiase la situación y salvara a ese pueblo aun en contra de su voluntad, evitando también su propio fracaso y el consecuente descrédito del verdadero Dios. Acepta, sin embargo, desde el principio lo que el Padre decida (<<no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú>>). No hay respuesta del Padre. Con su insistente oración, Jesús mismo comprende que no cabe un plan diferente (Mc 14,41-42: <<Se acercó por tercera vez y les dijo: ..."Basta ya, ha llegado el momento! Mirad, el Hombre va a ser entregado en manos de los descreídos. ¡Levantaos, vamos, que está cerca el que me entrega!">>), pues el amor de Dios es impotente ante el rechazo. Actuar con un golpe de fuerza sería imposible para el Padre; iría contra su mismo ser y, por tanto, contra el de Jesús. No hay en Dios un poder independiente del amor, y éste espera respuesta, pero no puede forzar la libertad de los hombres.

Según Mt 26,53, cuando fueron a prender a Jesús y un discípulo pretendió defenderlo con las armas, él le dijo: <<¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre? Él pondría a mi lado ahora mismo más de doce legiones de ángeles. Pero ¿cómo se cumpliría entonces la Escritura, que dice que eso tiene que pasar?>>

Jesús opone la posible petición al Padre al cumplimiento de la Escritura. La primera significaría adoptar la línea de violencia comenzada por el discípulo. Jesús rechaza la tentación de pedirle al Padre que ponga su potencia a su servicio para aniquilar a sus adversarios y subraya que para cumplir el designio del Padre, la salvación de la humanidad, expresado en la Escritura, no existe más camino que el del amor que no se desdice ni siquiera ante el fracaso, la ignominia y la muerte.

La Escritura a que alude el texto se refiere al Servidor de Yahvé, cuya misión había de consistir en salvar a la humanidad aun a costa de su propia vida (Is 52,13-53,12; cf. 42,1-9; Mt 12,17-21). Sólo la entrega de Jesús hasta la muerte podía revelar al auténtico Dios, el amor sin límite, el que responde con amor incluso al odio. La manifestación de la calidad de ese amor es el único medio para dar a la humanidad la posibilidad de una respuesta que será su salvación.

La <<debilidad>> del Dios-amor ante el rechazo resulta incomprensible y escandaliza a todos los adversarios de Jesús. La debilidad de Dios era el punto más débil de aceptar para los que habían sido educados en la idea de un Dios todopoderoso que no toleraría el triunfo de sus enemigos. Véase, por ejemplo, Dt 32,40-42: <<Tan verdad como que vivo eternamente, cuando afile el relámpago de mi espada y tome en mi mano la justicia, haré venganza del enemigo y daré su paga al adversario; embriagaré mis flechas de sangre, mi espada devorará la carne; carne de muertos y cautivos, cabezas de jefes enemigos.>>

Cuando Jesús está en la cruz, las burlas de sus adversarios se basan precisamente en que su impotencia demuestra que Dios no está con él (Mt 27,40.43: <<Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz>>; <<si de verdad lo quiere Dios, que lo libre ahora, ¿no decía que era Hijo de Dios?>>; Mc 15,31s: <<Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!>>; Lc 23,35: <<A otros ha salvado; que se salve él si es el Mesías de Dios, el Elegido>>). La idea de un Dios que no tolera la derrota les impide ver la realidad del Dios-amor, manifestada en Jesús. El Dios de Jesús queda desacreditado ante los judíos, porque no hace ostentación de su poder.

Pablo constata el mismo escándalo ante la debilidad de Dios escribiendo a la comunidad de Corinto: <<Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura..., porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres>> (1 Cor 1,22s.25).

El amor, fuerza de vida, es omnipotente, pero su potencia sólo puede actuar si es aceptado. Un Dios-amor no puede ser responsable de los males de la humanidad. Muchos de ellos, de manera más o menos directa, y algunos palpablemente, son responsabilidad de los hombres, que no responden a ese amor; otros se deben a catástrofes naturales que podrían tener su origen en el desequilibrio que el hombre ha producido en el mundo por su falta de sintonía con la naturaleza o también en las fuerzas difíciles de controlar que desata el proceso mismo de la vida. En todo caso, no dependen de Dios y, si existen, es porque no puede evitarlo. Es equivocado buscar explicaciones que hagan el amor de Dios compatible con el mal. Él es vida incluso en situaciones de muerte, fuerza que ayuda a afrontar las situaciones límite con un horizonte abierto a la esperanza.




miércoles, 17 de abril de 2019

CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 5. Un Dios al servicio del hombre.

El amor crea igualdad; de ahí que el Proyecto de Dios sea que el hombre alcance la condición divina. El Evangelio de Lucas lo formula con ese dicho de Jesús: <<Un discípulo no es más que su maestro, aunque, terminado el aprendizaje, cada uno le llegará a su maestro>> (Lc 6,40). Para realizar esa obra, Dios se pone al servicio del hombre.

La igualdad que Dios desea se muestra cuando en la persona de Jesús llama al hombre <<amigo>> (Lc 12,4; Jn 15,15.18); paralelamente, para expresar el amor de Dios a los discípulos, Juan usa el verbo <<querer>>, que en griego es de la misma raíz que <<amigo>> (Jn 16,27: <<porque el Padre mismo os quiere>>).

La afirmación de Jesús: <<cualquier cosa que le pidáis al Padre, en unión conmigo, os la dará>>, significa que Dios pone su poder al servicio de la comunidad para la obra de la misión, es decir, para propagar el amor y la vida entre los hombres e ir creando una sociedad nueva.

Sin embargo, la afirmación más clara del servicio de Dios al hombre se expresa en la escena del lavado de los pies (Jn 13,2-17). Jesús se hace servidor de los suyos para darles a ellos su propia condición de <<señor>>, es decir, de hombres libres como lo es él mismo; así les demuestra su amor (13,1).

Es lo que no entiende Simón Pedro (13,6-8), porque no comprende lo que significa el amor y, por tanto, no capta el sentido del servicio de Jesús. La práctica del amor como servicio debe ser distintivo de la comunidad cristiana (13,12-15).

El Evangelio de Juan expresa también en otro pasaje el servicio continuo de Dios a la humanidad. Ante el reproche de los dirigentes judíos sobre su actividad liberadora en día festivo, Jesús responde: <<Mi padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo>> (Jn 5,16-17). Mientras una parte de la humanidad se encuentre en situaciones de hambre, opresión, injusticia o falta de vida, no cesará el empeño de Dios y, por tanto, el de Jesús, para que la sociedad humana se vaya configurando de tal modo que favorezca el pleno desarrollo de todos.

La idea de un Dios al servicio del hombre se opone diametralmente al modo de concebir la relación entre el hombre y Dios propio de las antiguas religiones. Según ellas, el hombre había sido creado para servir a Dios. Ante un Dios Soberano, al hombre no le cabía más condición que la de siervo.

Uno de los modos tradicionales de <<servir a Dios>> era el culto. Las ceremonias del culto antiguo, sacrificios, postraciones, ofrendas, expiación por los pecados, subrayaban la inferioridad y dependencia del hombre y lo presentaban como un eterno deudor, que nunca alcanzaba a dar a su Dios toda la honra que éste merecía.

La idea del Dios-amor cambia el concepto de culto. En el NT se llama culto o liturgia a los ritos judíos o paganos (Lc 1,23; 2,37; Hch 7,41; 14,13; Rom 9,4; Heb 9,21), pero nunca a una celebración cristiana. Cuando el NT aplica estos términos a los cristianos, liturgia, culto y sacrificio se refieren a la vida misma. El caso excepcional de Hch 13,2 indica una celebración de estilo judío.

El culto a Dios en el Nuevo Testamento no ocupa un sector de la existencia, sino toda ella; no se ejercita con ritos especiales, sino con el mismo vivir. Es un culto y un sacrificio existencial, en que el hombre se ofrece a sí mismo en su circunstancia histórica (Rom 12,1: <<Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico>>). El culto es la entrega a los demás; cada circunstancia muestra una exigencia del amor, y a ella ha de responder el cristiano. Por ser total y continuo, implica la desaparición del tiempo y lugar sagrados (Jn 4,21-24).

También la fe, adhesión a Jesús y al Padre, es llamada sacrificio: <<Aun suponiendo que mi sangre haya de derramarse sobre el sacrificio litúrgico que es vuestra fe...>> (Flp 2,17). Lo mismo, la ayuda económica que recibe Pablo de los Filipenses: <<incienso perfumado, sacrificio aceptable que agrada a Dios>> (Flp 4,18). La carta a los Hebreos recapitula los dos aspectos del culto y sacrificio cristiano, incluyendo en el mismo pasaje la fe y el amor mutuo: <<Por su medio (de Jesús Mesías) ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el tributo de labios que bendicen su nombre. No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios>> (Heb 13,15s). Culto es la predicación: <<Bien sabe Dios, a quien doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hijo...>> (Rom 1,9; cf. 15,16).

La razón última de esta traslación de significado podemos encontrarla en el Evangelio de Juan, concretamente en el episodio de la samaritana. Después de definir a Dios como <<Espíritu>>, es decir, fuerza de amor, habla Jesús del culto <<con Espíritu y lealtad>> (Jn 4,24). Esta frase equivale a la del Prólogo <<amor y lealtad>> (Jn 1,14. El culto verdadero, el que el Padre busca (4,23) y, por tanto, el único que acepta, una vez abolidos los templos (4,21), consiste en la práctica del amor fiel, que prolonga el de Dios a la humanidad (3,16). Este es el culto que no disminuye al hombre, sino que lo hace crecer, asemejándolo cada vez más al Padre. Es la prolongación del dinamismo de amor que es Dios mismo y que él comunica.

Dios no quiere al hombre a su servicio, sino al servicio de los demás hombres. No es un Dios absorbente. De ahí la sorprendente formulación del mandamiento nuevo que da Jesús a los suyos y que sustituye a los de la antigua alianza: <<Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que y o os he amado, también vosotros amaos unos a otros>> (Jn 13,34). Como se ve, aunque Jesús alude a su amor por los discípulos, no les pide a cambio el de ellos por él; por el contrario, pone la respuesta a su amor en el que ellos han de tenerse unos a otros. Esto explica que el mandamiento no menciona a Dios ni exija en primer lugar el amor por él, como era el caso del decálogo de Moisés.

De hecho, en la antigua Ley, el hombre debía amar a Dios sobre todas las cosas (Dt 6,4s). Al estar Dios <<separado>> del hombre podía ser <<objeto>> de amor de éste. Ahora, el Espíritu, la fuerza de amor de Dios mismo, identifica al hombre con Jesús y con el Padre. Dios deja de ser algo externo; impulsa al hombre desde dentro para que llegue a ser como él. Por eso ya no se habla de que el hombre se entregue a Dios; él se entrega al hombre como fuerza de amor, para que éste, a su vez, se entregue a los demás. De este modo, el que sigue a Jesús ama siendo uno como él y con el Padre (Jn 17,21-23). Se explica así que el mandamiento de Jesús no prescriba ya el amor / entrega a Dios, sino el amor / entrega a los hombres. No hay que amar <<a Dios>> o <<a Jesús>>. El único amor que el hombre puede ofrecer a Dios y a Jesús es su identificación con ellos.







CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 4. Un Dios siempre dispuesto a perdonar.

El Dios-amor, el Padre, es el que no castiga, sino que está siempre dispuesto a perdonar. Así lo ilustra el Evangelio de Mateo (18,21-22). La pregunta de Pedro a Jesús: <<Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar?, ¿siete veces?>>, recibe esta respuesta: <<Siete veces, no; setenta veces siete>>. La razón se expone en la parábola siguiente (18,23-35), donde se muestra a un Dios dispuesto a perdonar aun las mayores faltas del hombre; si ése es el comportamiento de Dios, el hombre no tiene ningún pretexto para negar a nadie su perdón.

El deseo de Dios de restablecer su relación con el hombre cuando éste la ha roto aparece claramente en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). En ella, el padre, figura de Dios, no deja siquiera que su hijo termine las palabras de arrepentimiento que llevaba preparadas (15,18-21). Su alegría por la vuelta del hijo es desbordante (15,20.22); el evangelista subraya la intensidad del amor de Dios por los hombres, en particular por los que según el juicio común menos se lo merecen (cf. 15,1-2). El ofrecimiento del perdón manifiesta la fe en el hombre, por mala que sea su conducta.

Nada hay en Dios de rencor o venganza. Es por eso por lo que Jesús deroga la antigua ley del talión: <<Ojo por ojo y diente por diente>> (Mt 5,38-42), que justificaba la venganza personal. Paralelamente rechaza la venganza colectiva, como aparece en el episodio de la sinagoga de Nazaret, tal como lo relata Lucas (4,16-30). Jesús, al leer el conocido pasaje de Is 61,1-2, omite el verso final, donde se menciona <<el día del desquite de nuestro Dios>>. Esto provoca la repulsa de sus conciudadanos, que esperaban la revancha contra los pueblos paganos que habían dominado a Israel. La renuncia total a la venganza refleja la actitud de Dios respecto al hombre.

Esa misma es la actitud de Jesús. Cuando está para morir en la cruz, en lugar de sentir rencor contra los que lo matan, los excusa de algún modo ante el Padre, aduciendo que no se dan cuenta de las consecuencias de su acción (Lc 23,34: <<Padre, perdónalos, que no saben lo que están haciendo>>).

Para obtener el perdón sólo se requiere, por parte del hombre, el reconocimiento de su error/pecado, que, de una manera u otra, consiste en cometer un daño o injusticia contraria al amor. Mientras el hombre no rectifique su actitud, no deja cauce para recibir el amor / perdón de Dios.

Paralelamente, sólo puede ser perdonado quien está dispuesto a perdonar; el que se niega a perdonar cerrándose de ese modo al amor de los demás se incapacita para ser objeto del amor / perdón de Dios (Mt 6,12: <<perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores>>; 6,14s: <<pues si perdonáis sus culpas a los demás, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas>>, cf. 18,35). El amor que procede del Padre y se manifiesta y se comunica a través de Jesús es una corriente que no puede detenerse; por su misma naturaleza exige la difusión, la propagación. Quien se niega a comunicar el amor se hace incapaz de recibirlo.

El perdón manifiesta el amor e implica la estima del hombre, al que nunca se considera como una causa desesperada. Siempre hay posibilidad de rectificación y de cambio.

El caso extremo de la esperanza ilimitada de Dios en el hombre aparece con ocasión de la traición de Judas, tal como la describe el Evangelio de Juan. Aun después de haber él decidido entregar a Jesús, éste le muestra su amistad incondicional con un signo de especial deferencia: le ofrece un trozo de pan mojado en la salsa, simbolizando con esto el ofrecimiento de su propia persona. De este modo, le da la última oportunidad para que recapacite; pone su vida en sus manos para ver si ese gesto extremo cambia su corazón (Jn 13,21-27).

Paralelamente, cuando Jesús está ya crucificado, todavía se dirige a sus enemigos, esperando de ellos una manifestación de solidaridad humana que los habría salvado (Jn 19,28: <<Tengo sed>>). Muestra así su amor hasta el fin.