domingo, 28 de octubre de 2018

CAP II. LA NUEVA HUMANIDAD A) LA ESPERANZA DEL CAMBIO: JUAN BAUTISTA.

Como se ha dicho, los cuatro evangelios subrayan que, antes que Jesús comenzara su labor, otro personaje, Juan Bautista, suscitó un movimiento popular como preparación a ella.

Juan aparece en los evangelios como un hombre nada convencional, que, situado en el desierto, es decir, fuera de la sociedad y de las instituciones judías, exhorta a la gente a cambiar de vida (Mc 1,4-8 par. ). Fundamenta su exhortación afirmando que el reinado de Dios, la esperanza del pueblo judío, estaba a las puertas (Mt 3,2 ).

Siguiendo la línea de los profetas del Antiguo Testamento, proclama la necesidad de un cambio de vida para obtener de Dios el perdón de los pecados. En el lenguaje profético y en el de Juan, el pecado se identifica con la injusticia, es decir, con todo aquello que, al oponerse al bien y al desarrollo del hombre, impide su plenitud de vida. En consecuencia, según el mensaje del Bautista, el hombre obtiene el perdón de Dios o, en otras palabras, restaura la relación con él cuando está dispuesto a abandonar su conducta injusta.

De hecho, el perdón de Dios es una expresión de su amor por el hombre, pero este amor no puede comunicarse si el hombre, por su parte, se cierra al amor de los demás e, indiferente al dolor y al daño de los otros, practica la injusticia. Para que haya una auténtica relación con Dios tiene que haber una buena relación con el prójimo.

Entre Juan, el profeta que habla en nombre de Dios desde el desierto, y las instituciones judías se establece una distancia y una oposición. Según la doctrina oficial, la gente habría debido ir al templo para obtener el perdón. Juan, por el contrario, prescinde del templo y de las instituciones religiosas y promete el perdón desde el desierto.

Estar en el desierto, el lugar asocial, significa situarse en oposición a la sociedad, y la exhortación a la justicia la denuncia como injusta. La llamada de Juan desde el desierto invita a la gente a romper con esa forma de sociedad. Es decir, pretende despertar el anhelo de cambio, haciendo tomar conciencia al pueblo de la injusticia existente y suscitando el deseo de alejarse de ella.

La mención del desierto y del río Jordán alude al antiguo éxodo de Israel, es decir, al paso de este pueblo de la esclavitud a la libertad. De este modo indican los evangelios que la sociedad judía del tiempo de Jesús, que, según la doctrina oficial, constituía la nación privilegiada, elegida por Dios, que gozaba de su presencia y de su Ley, superior por ello a todos los demás pueblos, era en realidad un ámbito de esclavitud u opresión, necesitado de una nueva liberación. Pero, a diferencia del antiguo éxodo, y según lo indica el Bautista, esta liberación no podía realizarse más que empezando por el cambio personal.

Para expresar el cambio radical de vida escoge Juan un símbolo propio de la cultura judía del tiempo, el bautismo, es decir, la inmersión en el agua, en este caso en el río Jordán. En aquella cultura, sumergirse en el agua era símbolo de muerte, equivalía a morir ahogado. Por eso se utilizaba la inmersión para indicar el cambio total de estado o de vida, por ejemplo, cuando se pasaba de la esclavitud a la libertad o se abrazaba la religión judía dejando el paganismo.

Al aceptar ser bautizada por Juan, la gente reconocía su complicidad con la injusticia que reinaba en la sociedad y se comprometía a dejar de practicarla. El pasado de injusticia debía quedar sepultado en el agua, para empezar una vida nueva.

Pero Juan no propone este bautismo como una ceremonia privada, sino pública. Es más, todos los que acudían tenían que reconocer en voz alta su propia contribución a la injusticia existente (Mc 1,5: <<confesaban sus pecados>> ). Así, el movimiento comenzado por Juan se convierte en una muestra del descontento colectivo con la situación social del tiempo. Es una contestación de masas frente a las estructuras sociales y religiosas del pueblo judío.

La respuesta del pregón de Juan es multitudinaria (Mc 1,5). Acude en masa gente de toda Palestina e incluso de Jerusalén. La conciencia de la injusticia es general, y ante la exhortación del profeta, surge un movimiento que la rechaza.

El impacto popular del pregón de Juan alarma, naturalmente, a las autoridades religioso-políticas. Estas envían una comisión para investigar (Jn 1,19 ). Temen que Juan sea el Mesías (cf. Lc 3,15 , es decir, el líder que, según la idea de ellos, debía poner orden en las instituciones, acabando con la corrupción y con la explotación que ejercían sobre el pueblo. Un Mesías que se colocase desde el principio frente a las instituciones sería un individuo peligroso, pues pondría en tela de juicio el orden establecido. Juan, sin embargo, niega ser él el Mesías (Jn 1,20); se declara precursor, uno que prepara la llegada del liberador esperado.

Aunque se distancia de las instituciones o, mejor, se coloca frente a ellas, Juan no empieza formulando una crítica a los dirigentes ni proponiendo proyectos de reforma. La injusticia se encuentra en todas las capas sociales, y para que las cosas cambien eficazmente hace falta que cada individuo se proponga cambiar su comportamiento respecto a los demás. De hecho, la sociedad es injusta porque todos y cada uno, a uno u otro nivel, profesan los principios que origina la injusticia.

Contrasta la masiva respuesta popular a esta llamada al cambio con la actitud de los dirigentes religioso-políticos del pueblo. Estos no hacen caso de la exhortación de Juan (Mc 11,30-33 .); hipócritamente, estaban a lo sumo dispuestos a someterse al rito externo, pero sin cambiar de actitud (Mt 3,7-9 ), desvirtuando así el sentido de aquel bautismo.

La actividad de Juan Bautista chocó de tal modo con los intereses de los poderes establecidos, que éstos lo encarcelaron y acabaron dándole muerte (Mc 1,14  ; 6,14-29   par.).

En conclusión, la unanimidad de los evangelistas en presentar la figura y actividad de Juan Bautista como preparación a la labor de Jesús indica que, según ellos, la mejor preparación para aceptar el mensaje que Jesús va a proponer consiste en suscitar previamente en la gente el anticonformismo y el deseo de cambio, adquiriendo un espíritu crítico que les permita darse cuenta de la injusticia imperante y de su propia complicidad con ella. Sólo así podrán romper con esa injusticia y estarán dispuestos a aceptar el mensaje de una sociedad alternativa.

La exhortación de Juan Bautista y su anuncio del futuro liberador, el Mesías, muestra que para Juan el cambio no sólo es deseable, sino también posible. Para que exista hay que  mirar la realidad de frente, tomar conciencia de la situación y, ante ella, hacer la opción correspondiente. Es decir, para una verdadera liberación no basta la reforma o el cambio en las instituciones; se requiere el cambio personal que permita una nueva relación humana.

Lo ocurrido con Juan muestra que toda denuncia de un orden injusto y toda propuesta de cambio radical ha de contar con la oposición violenta de los poderes establecidos. Son ellos los que reprimen todo anhelo de cambio, intentando por todos los medios sofocarlo.

CAP II. LA NUEVA HUMANIDAD

Resumamos ahora lo que nos dicen los evangelios acerca del mensaje de Jesús en medio de la situación conflictiva y tirante en el capítulo anterior.

Se explicará en primer lugar el significado del movimiento suscitado por Juan Bautista, personaje que aparece en los cuatro evangelios como preparador de la tarea de Jesús. A continuación se verá el compromiso de Jesús con la humanidad, expresado con su bautismo y, por contraste, en las tentaciones. Se expondrá por último la alternativa propuesta por Jesús.

miércoles, 24 de octubre de 2018

CAP I. E) LA EXPECTACIÓN DEL REINADO DE DIOS. Actitudes ante esta esperanza.

Ante la esperanza del reinado de Dios, cada grupo ideológico tenía su postura propia. He aquí las de los grupos más influyentes.

Los saduceos, que, por ser la clase dirigente y detentar el poder, no deseaban ningún cambio, habían renunciado a esa esperanza, prefiriendo la componenda con la situación política del momento, que aseguraba sus privilegios.

Los fariseos (el poder espiritual), integristas moderados que no ocultaban su odio a los romanos, se dedicaban a la práctica de la piedad, pensando que con eso acelerarían la llegada del reinado de Dios, pero no hacían nada por mejorar la situación social injusta. Se imaginaban que, si el pueblo era fiel a la ley religiosa, Dios intervendría en su momento con una especie de golpe de estado, por medio del Mesías, y cambiaría la situación existente. Maldecían a los que no pensaban ni actuaban como ellos, sobre todo a la gente sencilla, que no tenía estudios ni tiempo para una piedad tan complicada, echando la culpa del retraso del reinado de Dios a su falta de religión. Eran los piadosos, comprometidos con Dios, pero no con el hombre. Dado que la mayoría de los letrados eran fariseos y que a ellos se confiaba la enseñanza en la sinagoga, ésta era la mentalidad alienante que imbuían al pueblo.

Dicho de otro modo: para los fariseos, Dios ejerce su reinado (es decir, su dominio sobre el hombre) mediante la Ley, expresión de su soberanía y de su voluntad normativa. La respuesta del hombre es la obediencia de su Soberano y la aceptación del yugo de la ley. El reinado de Dios, como estado ideal del pueblo judío y de la humanidad, se concreta en la perfecta observancia. La figura del Mesías davídico se amplía con la del Maestro que explica las oscuridades de la Ley y exige su cumplimiento. La llegada del reinado de Dios depende exclusivamente de Dios mismo, por medio del Mesías victorioso.

Los esenios, grupo integrista extremo, aguardaban el reinado de Dios como los fariseos, sin ocuparse de nada que estuviera fuera de su círculo de elegidos.

Los nacionalistas zelotas, pertenecientes en su mayor parte a la clase oprimida, esperaban el reinado de Dios, pero no se cruzaban de brazos como los fariseos o esenios; eran activistas, pasaban a la acción directa y propugnaban la revolución viiolenta, cuyo primer objetivo sería liberar a Israel del dominio romano. Dentro de Israel, la revolución debía ser al mismo tiempo social, para mejorar la suerte de los pobres, y política, eliminando a los dirigentes indignos. El partido profesaba, por tanto, un reformismo radical.

Es decir, en la corriente zelota, sin estar ausente la fidelidad farisea a la Ley, se propugnaba la guerra santa contra el invasor; ésta sería apoyada por Dios y llevaría a la implantación de su reinado.

La corriente zelota acabó arrastrando tanto a fariseos como a esenios en su lucha contra Roma.

Como se ve, para fariseos, esenios y zelotas, el reinado de Dios se confundía con el régimen teocrático en Israel, una vez liberado del poder romano y eliminadas las clases colaboracionistas con ese poder. El reinado se interpretaba como dominio de Dios sobre el pueblo, ejercido a través de las instituciones tradicionales: monarquía, Ley, templo. Israel, a su vez, ejercería el dominio sobre los demás pueblos. Esta sería la etapa definitiva del pueblo escogido.

Las clases dirigentes eran, por tanto, o bien colaboracionistas (saduceos) o bien espiritualistas no comprometidos (letrados fariseos), que, aunque odiaban al régimen romano, no ponían en verdadero peligro su estabilidad.

El pueblo, despreciado y descuidado por los dirigentes, sin finalidad ni orientación en la vida (Mt 9,36: <<maltrechos y derrengados como ovejas sin pastor>>), simpatizaba con el partido nacionalista y, perdida toda esperanza de justicia por parte de las clases dominantes, fácilmente se adhería a la violencia.

Denominador común a todas las corrientes era la creencia en la validez de las instituciones y en el privilegio de Israel; pero, de una manera o de otra, todos, salvo los saduceos, propugnaban una reforma que renovase las instituciones.

En resumen: dejando aparte a los saduceos, que no deseaban cambio alguno, había dos posturas respecto a la llegada del reinado de Dios: la primera, propia de los fariseos y esenios, atribuía el cambio exclusivamente a la intervención divina; la segunda, propia de los zelotas, quería efectuar el cambio, contando con la ayuda de Dios, mediante la fuerza de las armas. 

CAP I. E) LA EXPECTACIÓN DEL REINADO DE DIOS.

La gran esperanza de Israel era el reinado de Dios, que había de cambiar el curso de la historia, liberando a Israel de todas sus opresiones y empezando la época de justicia, paz y prosperidad anunciada por los profetas, sobre todo a partir de la amarga experiencia de la deportación a Babilonia.

Es difícil sintetizar las variadas maneras como se concebía la liberación. Para algunos círculos, la salvación sería obra directa de Dios, sin mediación humana. Los fariseos, por su parte, esperaban un Mesías-maestro, segundo Moisés, que habría de explicar los puntos oscuros de la Ley e imponer la observancia. En los círculos esenios, el acento recaía sobre un mesianismo de tipo sacerdotal, por encima del político. Sin embargo, la expectación más extendida era la de un Mesías político, <<el hijo/sucesor de David>>, aunque con diversos matices.

Una especie de denominador común de esta expectación podría ser el siguiente: el reinado de Dios sería inaugurado por el Mesías, líder consagrado por Dios, rey de Israel restaurador de la monarquía de David, guerrero victorioso que expulsaría a los romanos, derrotaría y humillaría a las naciones paganas. Él sería el custodio y maestro de la Ley (Jn 4,25 ), el juez que purificaría al pueblo e inauguraría la época donde no habría pobres ni oprimidos, cuando todas las instituciones, rey, templo, sacerdotes, tribunales, funcionarían como era debido. Se acabaría el pecado, el hambre y la desgracia, para entrar en una sociedad feliz. Según muchos, el Mesías debía hacer su aparición en el alero del templo (Mt 4,5 ; Lc 4,9), desde donde haría su proclama al pueblo y empezaría su victoria.

CAP I D) LAS IDEOLOGÍAS. 6. Los samaritanos.

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Samaría, la provincia del centro, estaba habitada por una población que no era puramente judía; desde los tiempos de la invasión asiria (721 a. C.) se habían instalado allí colonos de otras naciones, y las razas y las creencias se habían mezclado.

Cuando comenzó la reconstrucción del templo después del exilio de Babilonia, Esdras no permitió a los samaritanos colaborar en ella, por no considerarlos verdaderos israelitas (Esd 4,1-3). Ellos erigieron su propio templo (Jn 4,20 ), pero los judíos lo destruyeron antes de la era cristiana, durante el reinado de Juan Hircano (ca. 129 a. C.). En tiempos de Jesús la enemistad entre samaritanos y judíos era muy grande, siendo peligroso para un judío viajar a través de Samaría. Los judíos, por su parte, tenían a los samaritanos por herejes y paganos y no querían trato con ellos (Jn 4,9).

CAP I D) LAS IDEOLOGÍAS. 5. Los herodianos.

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Desde que Herodes el Grande, un idumeo, se hizo con el poder (año 37 a. C.), destronando a la dinastía asmonea, los círculos religiosos judíos se pusieron en contra por considerarlo rey ilegítimo, no de pura raza judía. Además, el modo de vida pagano de Herodes el Grande y de su hijo Herodes Antipas ofendía los sentimientos religiosos de los judíos.

A pesar de eso, hubo algunos círculos judíos partidarios del régimen de los Herodes, que, por eso, eran llamados <<herodianos>> (Mc 3,6; 12,13). Bajo Herodes Antipas, eran, además de los cortesanos, los funcionarios reales, la gente principal de Galilea (Mc 6,21 ) y, en general, todos los que se beneficiaban del régimen.

domingo, 21 de octubre de 2018

CAP I D). LAS IDEOLOGÍAS. 4. Los zelotas.

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La última corriente importante era la de los nacionalistas fanáticos (<<zelotas>>), que constituían grupos clandestinos de resistencia.

La resistencia había empezado inmediatamente después de la muerte de Herodes el Grande (año 4 a. C). Uno de sus sucesores, Arquelao, poco antes de marchar a Roma para conseguir de Augusto el título de rey, tuvo que enfrentarse a una rebelión popular en Jerusalén, que él reprimió violentamente. Tras su marcha, volvieron a sublevarse los judíos, y, para sofocar la revuelta y restablecer el orden, tuvo que acudir Varo, el legado de Siria, quien, para garantizar la paz, antes de volverse a Antioquía, su lugar de residencia, dejó en Jerusalén una de sus legiones.

Mientras se tramitaba en Roma la sucesión de Herodes, el emperador nombró a Sabino procurador de Judea, y la opresión a que sometía al pueblo causó una nueva revuelta con ocasión de la fiesta de Pentecostés. La cosa llegó al punto de que los romanos se vieron obligados a conquistar la colina sobre la que se asentaba el templo. El tesoro del santuario cayó en sus manos como botín, y el propio Sabino se adueñó de 400 talentos (equivalentes a 2 400 000 denarios de plata; el denario era el jornal de un obrero).

La revuelta, sin embargo, no quedó sofocada. En los alrededores de Séforis, en Galilea, Judas, hijo de Ezequías de Gabala, que se había distinguido por su oposición a la tiranía de Herodes el Grande, sublevó a los galileos, y de ahí se pasó a un levantamiento general de los judíos. Esto provocó la inmediata vuelta de Varo con las dos legiones que aún le quedaban. La ciudad de Séforis fue incendiada y sus habitantes vendidos como esclavos. Se dirigió luego a Jerusalén y sofocó allí la revuelta, haciendo crucificar a unos 2 000 rebeldes.

Tras la deposición de Arquelao y el nombramiento de Coponio como primer procurador estable de Judea (año 6 d. C), Judas el Galileo (Hch 5,37 ), que había sobrevivido a la anterior revuelta, y el fariseo Sadoc, se opusieron al censo y al pago del tributo al emperador romano.

Para Judas y sus partidarios, pagar el tributo al emperador significaba reconocer su señorío, y esto le parecía traicionar el primer mandamiento de la Ley. El año 6 d. C., aprovechando la peregrinación de la fiesta de la Pascua, organizaron una nueva sublevación popular. La peregrinación había reunido en el templo a miles de judíos de toda Palestina. Estos comenzaron la rebelión contra los romanos, que fue ahogada en sangre, pereciendo en ella el propio Judas.

Tras la muerte de Judas, sus hermanos Simón y Jacob continuaron el movimiento de resistencia, siendo crucificados por su rebeldía en tiempo de Tiberio. Un descendiente de Judás, Menahén, fue quien se apoderó de Masada a comienzos de la revuelta judía del año 66 y quien, hasta que fue asesinado, acaudilló la revolución que estalló en Jerusalén. Un sobrino de éste, Eleazar, dirigió la resistencia final de los combatientes judíos en la fortaleza de Masada. De hecho, fueron los zelotas los que arrastraron al pueblo, y también a los esenios y a muchos fariseos, a la guerra contra los romanos, que causó la ruina de la nación. 

Entre los zelotas había un grupo de terroristas, armados de puñales (<<los sicarios>>), que, aprovechando las aglomeraciones de gente en las fiestas religiosas, asesinaban por la espalda a sus enemigos, es decir, a los colaboracionistas con el régimen romano.

Estos nacionalistas se reclutaban entre la clase oprimida; su oposición al censo y al tributo les ganó la simpatía de los campesinos y pequeños propietarios, mientras los terratenientes simpatizaban con el gobierno de Roma. Los zelotas tenían un programa de redistribución de la propiedad y, al principio de la guerra judía (año 66 d. C), destruyeron los registros de los prestamistas para liberar a los pobres del yugo de los ricos.

Aceptaban las instituciones, pero aborrecían a los que ocupaban los cargos, considerándolos unos traidores por colaborar con el poder extranjero. Ideológicamente eran reformistas radicales. El partido era fuerte en Galilea, por lo que los romanos los perseguían a muerte (Lc 13,1).

CAP I D) LAS IDEOLOGÍAS. 3. Los esenios.

Una secta que había roto con el sistema político y religioso eran los esenios, que llevaban al extremo la tendencia farisea. Los fariseos eran el partido de oposición a los saduceos, pero respetaban las instituciones; los esenios, muchos más radicales, sostenían que el culto y el templo estaban impurificados porque el sacerdocio era ilegítimo, y esperaban que Dios los restaurase. No participaban en las ceremonias del culto ni colaboraban con la institución. A pesar de eso, enviaban donativos al templo, aunque no ofrecían sacrificios de animales. Esperaban que Dios restauraría el sacerdocio y el templo. Su integrismo les hacía considerarse el único pueblo de Dios, y esperaban el juicio divino que los salvaría a ellos y condenaría a todos los demás.

Vivían en comunidades, aun dentro de las ciudades; a orillas del Mar Muerto se han encontrado las ruinas de una especie de convento esenio, el de Qumrán. No existía entre ellos la propiedad privada; renunciaban a los bienes en beneficio de la comunidad, que, naturalmente, capitalizaba. La comunidad cubría todas las necesidades de sus miembros. Tenían sus ceremonias particulares, como lavados y baños rituales, y una comida en señal de hermandad. Lo corriente era no casarse, por el escrúpulo con las reglas de <<pureza>> de la ley religiosa. Eran severísimos en la observancia y tenían por principio el amor a los miembros de la comunidad y el odio a los de fuera.

Su número superaba los cuatro mil. Constituían una comunidad muy jerarquizada, con una organización estricta y uniforme. Al frente de las comunidades había superiores a los que los miembros de la secta debían una obediencia incondicional.

Todo candidato, necesariamente adulto, que deseara ingresar en la secta tenía que pasar un año entero de prueba y, al cabo del año, era admitido a los lavados rituales. Seguía después otro período de prueba, que duraba dos años. Sólo pasado este tiempo, y después de pronunciar un terrible juramento, se le permitía sentarse a la mesa común y era considerado miembro pleno de la orden. Por aquel juramento se comprometía a una franqueza total con los otros miembros de la secta y a guardar secreto ante los extraños sobre las doctrinas de la orden. En el seno de la comunidad, las faltas eran juzgadas por un tribunal compuesto al menos por un centenar de miembros. Las transgresiones graves se castigaban con la expulsión.

Aunque en los evangelios no se nombra a los esenios, se alude a su doctrina, por ejemplo, al principio del odio a los enemigos (Mt 5,43 ).

sábado, 20 de octubre de 2018

CAP I. D) LAS IDEOLOGÍAS. 2. Los Fariseos.

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Los fariseos (<<los separados>>) constituían una facción formada en su gran mayoría por seglares devotos que, bajo la dirección de los letrados, se proponían llevar las prácticas religiosas hasta los últimos detalles de la vida. En tiempos de Jesús eran unos 6 000.

Buscaban constantemente y con todas sus fuerzas la manera de realizar el ideal propuesto por los letrados: llevar una vida en todo conforme a la Ley, con toda la complejidad que la interpretación de los letrados habían conferido a ésta en siglos de trabajo. Cumplirla minuciosamente era el principio y el fin de todos sus esfuerzos.

Consideraban la Ley o Torá como una instrucción divina que enseña al hombre cómo tiene que vivir; en este supuesto, no quedaba al fiel más que estudiar la Ley y ponerla en práctica en todo sector de su existencia. El ideal que los fariseos se proponían realizar era lograr que cada detalle de la vida, pública o privada, estuviese regulado por una disposición o estatuto divino, encontrado en la Ley.

Para el fariseo, entregado a la observancia de una Ley en la que ve plasmada la voluntad de Dios, todo mandamiento es igualmente importante, pues cada uno expresa la misma suprema voluntad. Lo decisivo era obedecer a Dios, sea en lo que sea; y toda la vida, aun en lo mínimo, ha de ser ejercicio de esa obediencia. La obsesión con ser fiel al detalle eclipsa la relación personal con Dios: en el caso límite, el observante se relaciona con el texto escrito. La relación hombre-Dios se convierte en la de hombre-Ley.

La percepción profética de lo que Dios merece y exige establecía el grado de importancia de los preceptos y era capaz de cribar los estratos de leyes para conservar lo válido. La enseñanza farisea, en cambio, lo almacenaba todo y a todo abribuía vigencia perenne.

La obsesión farisea por alcanzar la perfección presuponía la responsabilidad individual, no sólo la colectiva. Fueron Jeremías y Ezequiel, profetas del tiempo del destierro, quienes despertaron esta idea en Israel. Representó un progreso manifiesto de la conciencia; pero los fariseos le acoplaron el concepto de libertad ilimitada, que exacerbó el sentimiento de responsabilidad personal. Según ellos, el hombre es bueno o malo simplemente porque quiere; la perfección le es posible, pues la observancia total de la Ley está a su alcance.

Consecuencia de esta doctrina fue marcar la separación entre <<justos>> y <<pecadores>>: <<justo>> es el observante de la Ley, porque se propuesto serlo y lo cumple; <<pecador>> es el que no la observa, según ellos por propia decisión. Cada uno es plenamente responsable de su estado, para bien o para mal. El mero estudio o ignorancia de la Ley establecía una línea divisoria, pues no podía aspirarse a la perfección sin un conocimiento detallado de las normas. Esto explica el desprecio que los fariseos sentían por el vulgo, que no tenía posibilidad de dedicarse al estudio de la Ley ni tiempo para estar pendiente de observar tantos preceptos (Jn 7,49   ).

No podían negar los fariseos la existencia de malas inclinaciones en el hombre, pero en vez de considerarlas una limitación de la libertad, las explicaban atribuyendo su origen a Dios, quien, según ellos, desea que el hombre las venza y así adquiera méritos.

La obsesión farisea por observar las leyes religiosas llevaba a muchos a imaginar a Dios como a un banquero que apuntaba en su libro de cuentas las acciones buenas y malas de los hombres. Si uno salía debiendo algo (como sucedía siempre), podía compensarlo con sacrificios en el templo o con obras de misericordia.

Puntos principales de la doctrina farisea eran:

1) La inmortalidad del alma. Después de la muerte, las almas de los <<justos>> esperan el tránsito a una nueva vida en un mundo subterráneo, mientras las de los <<pecadores>> sufren allí castigo.

2) La resurrección corporal al fin de los tiempos. Los <<justos>> resucitarán para una vida eterna en la gloria del reino mesiánico, mientras los <<pecadores>> lo harán para sufrir eternamente.

3) La existencia de ángeles y espíritus.

4) La intervención de Dios en el destino del hombre, pero sin privar a la libertad humana de su propia actividad.

Sus dos preocupaciones principales consistían: primero en pagar el diez por ciento (el diezmo) de los frutos de la tierra y no consumir nada sin estar seguro de que el diezmo se había pagado; segundo, en mantenerse <<puros>>, evitando el contacto de cosas muertas o de personas con ciertas enfermedades (por ejemplo, la lepra), y no tratando con gente de mala conducta; en la práctica, con nadie que no observara la Ley religiosa de la manera como ellos la entendían. Pensaban que tocar tales cosas o tratar con tal gente ponía a mal con Dios. Pecado era para ellos no cumplir ciertas reglas o normas que consideraban obligatorias.

No se fiaban de los comerciantes ordinarios, que posiblemente no habían pagado el diezmo de los productos, y organizaban cooperativas para ellos solos. Los comerciantes sencillos se sentían despreciados y, además, no hacían negocio: esto creaba la hostilidad consiguiente. Por otra parte, todo lo que compraban en el mercado, y lo mismo las ollas y los platos, lo lavaban escrupulosamente, por si acaso estaba <<manchado>> o <<impuro>> (Mc 7,1-4. ;  Lc 11,38 ).

Los fariseos gozaban de un enorme ascendiente sobre el pueblo. Aunque, por su soberbia (Lc 16,15), se les miraba con gran antipatía, el pueblo se dejaba impresionar por la apariencia de virtud (<<santones>>), que ellos procuraban hacer notar para mantener vivo su prestigio y su influjo (Mt 6,1-2.5.16 ). Para subrayar su piedad, los colgantes con frases del AT (Ex 13,1-16ÉXODO. CAPÍTULO 13.; Dt 6,4-9DEUTERONOMIO: CAPÍTULO 6.; 11,13-21DEUTERONOMIO: CAPÍTULO 11.) que todo israelita debía llevar en la frente y en el brazo durante la oración de la mañana (excepto en sábado o en día festivo), ellos los llevaban permanentemente, incluso en la calle.

Habían hecho creer a la gente que para estar a bien con Dios había que hacer como ellos. Dada la imposibilidad práctica para la mayoría de un cumplimiento tan minucioso, creaban así en los demás un sentimiento de culpa y de inferioridad que les permitía dominarlos. Con toda su observancia de las reglas religiosas, eran amigos del dinero y explotaban a la gente sencilla con pretexto de piedad (Mt 23,25-28 ; Mc 12,40   ; Lc 11,39 ; 16,14).

Su fidelidad a las reglas los llevaba al desprecio de los demás (Lc 18,9), a los que llamaban <<pecadores>>, o sea, <<descreídos>> o <<gente sin religión>> (Mt 9,10-11.  par.; Lc 15, 1-2 ) o <<gente maldita>> (Jn 7,49  ). Para ellos, la Ley religiosa tenía que cumplirse a la letra, pero esta fidelidad dejaba muchas escapatorias (<<quien hizo la ley hizo la trampa>>) y no evitaba la injusticia con los demás; la minucia en las cosas pequeñas llevaba al olvido de lo realmente importante: la justicia y el derecho (Mt 23,23 ; Lc 11,42).

La obsesión por la observancia de la Ley los centraba en sí mismos y en su esfuerzo por observarla. La conciencia de este esfuerzo creaba el orgullo y la propia satisfacción, que se traducía en la idea de mérito. El empeño fariseo de perfección, minucioso y atomizado, pretendía alcanzarla centímetro a centímetro, planificaba la vida según las observancias particulares y cuadriculaba la existencia, ahogando la libertad.

Su individualismo religioso, centrado en la observancia y perfección personales, tenía consecuencias sociales, pues los llevaba a desinteresarse por los graves problemas existentes en la sociedad de su tiempo. Esperaban la solución a estos problemas y la liberación del pueblo, de la intervención de Dios, que sería acelerada por la práctica escrupulosa de la Ley.

No abordaban los asuntos políticos desde un punto de vista secular, sino religioso. Estrictamente hablando, no constituían un partido político, puesto que su objetivo era fundamentalmente religioso: la observancia rigurosa de la Ley. Mientras ésta no se les impidiera, aceptaban cualquier tipo de gobierno. Únicamente cuando el poder político interfería en su modo de observar la Ley, se unían para formar un frente común contra él.

Por contraposición a los materialistas saduceos, los fariseos eran espiritualistas no comprometidos con el hombre ni con su situación histórica.

La empresa farisea de perfección desemboca en un fracaso, cuya raíz es la imposibilidad física de la observancia total. En primer lugar, el hombre no es capaz de mantener semejante tensión y, en segundo, no es tan libre como se lo imaginaban los fariseos. La Ley demuestra ser un ideal no realizable, y la perfección integral por medio de su observancia, un imposible (Hch 15,10  ; Gál 3,10   ; Rom 3,20  ). No es extraño que la hipocresía acechara al fariseo; bastaba relajar la tensión, aflojar la vigilancia, para traicionar el ideal. Y entonces no quedaba más refugio que la apariencia, manteniendo una tesitura exterior que no se correspondía con la realidad interna. No faltaron entre los fariseos espíritus sinceros que precaviesen contra el peligro de la hipocresía, pero no tuvieron gran resonancia.

El influjo de los fariseos era tan grande, que el partido saduceo (sumos sacerdotes y senadores), aunque nominalmente poseyera el poder político y religioso, no tomaba medida alguna sin asegurarse el apoyo de los letrados fariseos.