En primer lugar, el Dios-amor no es solamente un Dios bueno, sino exclusivamente bueno. Es un Dios puramente positivo, sin rasgo alguno negativo, sin ninguna ambigüedad. Así lo expresa la primera carta de Juan: <<Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna>> (1 Jn 1,5).
Jesús enseña que Dios, que es puro amor / vida, no es ambiguo. Por eso nunca significa amenaza o peligro ni puede inspirar temor. Tal es la advertencia de Jesús a los discípulos, cuando ellos, imbuidos de tradición judía, sienten miedo ante una manifestación de su divinidad (Mc 6,49s; Mt 14,26s; Jn 6,19s; cf. Mc 4,41; 9,6). La presencia y manifestación de Dios son causa de seguridad y alegría, pues, siendo amor, sólo desea potenciar y vivificar al hombre.
Como se ha visto, incluso en la religión judía la figura de Dios era ambigua. Por un lado se afirmaba su amor al pueblo, pero por otro se le concebía como un Dios exigente y celoso. No podía definírsele simplemente como Dios-amor. El hombre, incapaz de cumplir con todas las exigencias divinas, no estaba nunca seguro de si era objeto del amor o del rechazo de Dios. El individuo religioso vivía en una perpetua intranquilidad y en la angustia de ser reprobado.
Para Jesús, en cambio, Dios no ama al hombre porque éste sea bueno, sino porque él mismo es bueno (Mt 5,45: <<...para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos>>). En consecuencia, Dios no es problema para el hombre. Este no tiene que afanarse por aplacarlo, por hacérselo propicio, puede estar siempre seguro de ser acogido. Dios es siempre favorable al hombre, aunque éste se profese enemigo suyo. Así lo expresa la carta a los Romanos: <<Cuando nosotros estábamos sin fuerzas, entonces, en su momento, Jesús el Mesías murió por los culpables...; el Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene>> (Rom 5,6.8).
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