lunes, 11 de marzo de 2019

CAP IV. EL DIOS DE JESÚS. B) LA NOVEDAD DE JESÚS: EL DIOS-AMOR. 3. Un dios que potencia al hombre.

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Para realizar el proyecto creador el hombre necesita ser capaz de amar hasta el fin. Capacitar al hombre para esa clase de amor es lo que Juan llama <<el designio del Padre>> (Jn 4,34; 6,38.40). En otras palabras: si el proyecto de Dios consiste en que el hombre alcance la condición divina, que es la plenitud de vida / amor, el paso inicial tiene que ser que el hombre posea la fuerza que le permita caminar hacia la plenitud. El NT llama a esta fuerza <<el Espíritu>>, participación de la vida / amor de Dios mismo, que se comunica al hombre por medio de Jesús (Jn 1,14: <<plenitud de amor y lealtad>>; 1,16: <<de su plenitud todos nosotros hemos recibido>>).

Potenciado en su ser, el hombre puede comenzar el camino que lo irá llevando hacia su plena realización / personalización. Queda así incorporado al proceso creador, empieza a ser artífice de su propia creación.

Sin embargo, el Espíritu, principio de vida / amor, no se da independientemente de la voluntad del hombre. Este tiene que poner de su parte para recibirlo. De hecho, para el hombre, creado como ser libre, su porvenir o destino está en manos de su libertad de opción.

El Evangelio de Juan formula esta idea como elección entre luz y tiniebla. La luz simboliza lo positivo, el amor y la vida; la tiniebla, la falta de amor y la muerte. La opción vital por el amor a los demás hace participar de la vida de Dios, con la que el hombre supera la muerte física; por el contrario, la indiferencia o el odio a los demás lleva a un estado de muerte que desemboca en la muerte definitiva.

Ante todo hombre, pues, de manera más o menos explícita, con claridad instantánea o tomando cuerpo de forma paulatina, e independientemente de toda persuasión religiosa, se presenta una opción fundamental que orientará su vida. Es la opción entre vivir preocupándose por el bien de los demás o egoístamente para sí mismo.

Ante esta opción crucial para su destino, el hombre no se encuentra impreparado. Por el hecho de la creación, de su existencia misma, lleva en sí una aspiración a la plenitud que suele expresarse como deseo de felicidad. Esta significa en primer lugar plenitud de ser, que de hecho se identifica con la plenitud de amor, y, consecuentemente, plenitud de actividad, que desarrolla la realidad del amor; ambas colman la aspiración humana a una vida plena.

El instinto primordial de plenitud que el hombre lleva en sí haría natural que escogiese el amor / vida y no la tiniebla / muerte.  Sin embargo, al lado del deseo de plenitud existen en el hombre tendencias que lo impulsan al egoísmo, al deseo de posesión exclusiva, al antagonismo, al dominio de los demás. Se deben sobre todo a la asimilación de ideologías que propugnan la ambición, la rivalidad y la violencia, recibidas de la sociedad en que vive. La raíz de esas ideologías está en la búsqueda del interés personal, prescindiendo del bien del prójimo. A menudo, esas tendencias llevan al hombre a optar por la tiniebla.

Esta compleja realidad interior del hombre está reflejada en la parábola del sembrador (Mc 4,3-9.14-20). Los cuatro terrenos representan las diversas actitudes que el hombre puede adoptar ante la opción que Jesús propone, y entre ellas siempre se encuentra la posibilidad de respuesta.

En el hombre existe, por tanto, una dualidad. Su ser profundo lo lleva a la vida; sus tendencias destructivas, a la muerte (Rom 8,5-6). En esta dualidad, la actitud dominante será determinada por la conducta. Ordinariamente, la opción fundamental es anterior al encuentro con Jesús. Así lo expresa Juan: <<Todo el que obra con bajeza odia la luz y no se acerca a la luz, para que no se le eche en cara su modo de obrar; en cambio, el que practica la lealtad se acerca a la luz, y así se manifiesta su modo de obrar, realizado en unión con Dios>> (Jn 3,20s). La disposición y el comportamiento habitual con los demás determinan la opción. A la opción positiva responde el don del Espíritu, que le da estabilidad y capacita para llevar a término el proyecto creador.

Es lo que aparece en la escena del bautismo en el Jordán. La inmersión en el agua significaba, en el caso de Jesús, su prontitud a dar la vida, si fuera necesario, en la empresa de sacar a la humanidad de su miserable estado. Jesús va, pues, al Jordán con una disposición de amor sin límite a la humanidad. Su opción está  hecha y la expresa con el símbolo del bautismo. Es entonces cuando Dios se le comunica. La bajada del Espíritu sobre él significa precisamente la comunicación del amor / vida divina, y el efecto de la bajada queda expresado en las palabras que oye (Mc 1,9-11).

El hombre, por tanto, empieza a colaborar en su propia creación cuando secunda el instinto de vida que lleva dentro, cuando es fiel a lo más profundo de sí mismo (Jn 6,45: <<escuchar y aprender del Padre>>). La opción por la vida / amor lo pone en sintonía con Dios y establece una comunión de vida con él.

La nueva relación entre Dios y el hombre, que se crea con la comunicación del Espíritu, se formula como la de Padre-hijo. Es una relación de amor y confianza (cf. Heb 4,16), que excluye todo temor (1 Jn 4,18: <<En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el tempor anticipa el castigo; quien siente temor aún no está realizado en el amor>>).

Dios es Padre y todo hombre está invitado a ser hijo suyo; lo será de hecho cuando opte por el amor / vida y así se parezca a él. La diferente opción hace que el hombre sea o no hijo de Dios: <<Con esto queda patente quiénes son los hijos de Dios y quiénes los hijos del Enemigo>> (1 Jn 3,10).

Resumiendo brevemente el proceso descrito puede delinearse los pasos siguientes:

1) Por el hecho de la creación, el hombre lleva dentro un instinto de vida y un deseo de plenitud, que lo incitan a la práctica del amor, es decir, a la solidaridad y entrega a los demás; sin embargo, al mismo tiempo, hay en él tendencias destructivas que lo impulsan al egoísmo y a la rivalidad.

2) La conducta que adopte será la que haga prevalecer en su vida una u otra posibilidad. Si el hombre es fiel a sí mismo, optará por la práctica del amor, que orienta hacia la plenitud.

3) Al encontrarse con la figura de Jesús, modelo de plenitud humana, cuya vida y  muerte traducen en lenguaje humano la realidad del Dios-amor, el hombre que había orientado su vida hacia los demás le dará espontáneamente su adhesión; el que vive para su propio provecho lo rechazará, por ser incompatible con la conducta que se propone continuar y suponer un reproche para ella.

4) La opción del hombre por el amor, antes o después de haber conocido a Jesús, lo pone en sintonía con Dios, y se establece con él una comunión de vida que personaliza y potencia al hombre. A partir de ese momento empieza el camino hacia la plenitud de vida, que se va adquiriendo por la práctica de un amor que no excluye a nadie ni pone límite a la entrega (Lc 6,27-38).

La idea de un Dios que potencia al hombre para que alcance la condición divina es incompatible con la concepción de un Dios rival del hombre, envidioso de su felicidad o celoso de que se apropie de lo que él considera exclusivo suyo. Así lo indica, con toda claridad, el episodio del paralítico (Mc 2,3-13 par.). La teología oficial, representada por la doctrina de los letrados, sostenía la absoluta separación entre Dios y el hombre y, por consiguiente, la imposibilidad de que éste pudiera arrogarse ninguna presunta prerrogativa divina (2, 6-7). Jesús, por el contrario, afirma que el Hombre (<<el Hijo del hombre>>), denominación que se aplica a él e incluye también a sus seguidores, está autorizado por Dios para actuar en la tierra como él. Los adeptos de la teología oficial judía no podían comprender que un hombre pudiese tener la condición divina (Jn 6,41-42).

El Dios-amor quiere compartirlo todo con el hombre, tanto su ser como su actividad. La gloria de un Dios que se presenta como Padre es precisamente el pleno desarrollo de sus hijos.





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