El amor crea igualdad; de ahí que el Proyecto de Dios sea que el hombre alcance la condición divina. El Evangelio de Lucas lo formula con ese dicho de Jesús: <<Un discípulo no es más que su maestro, aunque, terminado el aprendizaje, cada uno le llegará a su maestro>> (Lc 6,40). Para realizar esa obra, Dios se pone al servicio del hombre.
La igualdad que Dios desea se muestra cuando en la persona de Jesús llama al hombre <<amigo>> (Lc 12,4; Jn 15,15.18); paralelamente, para expresar el amor de Dios a los discípulos, Juan usa el verbo <<querer>>, que en griego es de la misma raíz que <<amigo>> (Jn 16,27: <<porque el Padre mismo os quiere>>).
La afirmación de Jesús: <<cualquier cosa que le pidáis al Padre, en unión conmigo, os la dará>>, significa que Dios pone su poder al servicio de la comunidad para la obra de la misión, es decir, para propagar el amor y la vida entre los hombres e ir creando una sociedad nueva.
Sin embargo, la afirmación más clara del servicio de Dios al hombre se expresa en la escena del lavado de los pies (Jn 13,2-17). Jesús se hace servidor de los suyos para darles a ellos su propia condición de <<señor>>, es decir, de hombres libres como lo es él mismo; así les demuestra su amor (13,1).
Es lo que no entiende Simón Pedro (13,6-8), porque no comprende lo que significa el amor y, por tanto, no capta el sentido del servicio de Jesús. La práctica del amor como servicio debe ser distintivo de la comunidad cristiana (13,12-15).
El Evangelio de Juan expresa también en otro pasaje el servicio continuo de Dios a la humanidad. Ante el reproche de los dirigentes judíos sobre su actividad liberadora en día festivo, Jesús responde: <<Mi padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo>> (Jn 5,16-17). Mientras una parte de la humanidad se encuentre en situaciones de hambre, opresión, injusticia o falta de vida, no cesará el empeño de Dios y, por tanto, el de Jesús, para que la sociedad humana se vaya configurando de tal modo que favorezca el pleno desarrollo de todos.
La idea de un Dios al servicio del hombre se opone diametralmente al modo de concebir la relación entre el hombre y Dios propio de las antiguas religiones. Según ellas, el hombre había sido creado para servir a Dios. Ante un Dios Soberano, al hombre no le cabía más condición que la de siervo.
Uno de los modos tradicionales de <<servir a Dios>> era el culto. Las ceremonias del culto antiguo, sacrificios, postraciones, ofrendas, expiación por los pecados, subrayaban la inferioridad y dependencia del hombre y lo presentaban como un eterno deudor, que nunca alcanzaba a dar a su Dios toda la honra que éste merecía.
La idea del Dios-amor cambia el concepto de culto. En el NT se llama culto o liturgia a los ritos judíos o paganos (Lc 1,23; 2,37; Hch 7,41; 14,13; Rom 9,4; Heb 9,21), pero nunca a una celebración cristiana. Cuando el NT aplica estos términos a los cristianos, liturgia, culto y sacrificio se refieren a la vida misma. El caso excepcional de Hch 13,2 indica una celebración de estilo judío.
El culto a Dios en el Nuevo Testamento no ocupa un sector de la existencia, sino toda ella; no se ejercita con ritos especiales, sino con el mismo vivir. Es un culto y un sacrificio existencial, en que el hombre se ofrece a sí mismo en su circunstancia histórica (Rom 12,1: <<Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico>>). El culto es la entrega a los demás; cada circunstancia muestra una exigencia del amor, y a ella ha de responder el cristiano. Por ser total y continuo, implica la desaparición del tiempo y lugar sagrados (Jn 4,21-24).
También la fe, adhesión a Jesús y al Padre, es llamada sacrificio: <<Aun suponiendo que mi sangre haya de derramarse sobre el sacrificio litúrgico que es vuestra fe...>> (Flp 2,17). Lo mismo, la ayuda económica que recibe Pablo de los Filipenses: <<incienso perfumado, sacrificio aceptable que agrada a Dios>> (Flp 4,18). La carta a los Hebreos recapitula los dos aspectos del culto y sacrificio cristiano, incluyendo en el mismo pasaje la fe y el amor mutuo: <<Por su medio (de Jesús Mesías) ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el tributo de labios que bendicen su nombre. No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios>> (Heb 13,15s). Culto es la predicación: <<Bien sabe Dios, a quien doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hijo...>> (Rom 1,9; cf. 15,16).
La razón última de esta traslación de significado podemos encontrarla en el Evangelio de Juan, concretamente en el episodio de la samaritana. Después de definir a Dios como <<Espíritu>>, es decir, fuerza de amor, habla Jesús del culto <<con Espíritu y lealtad>> (Jn 4,24). Esta frase equivale a la del Prólogo <<amor y lealtad>> (Jn 1,14. El culto verdadero, el que el Padre busca (4,23) y, por tanto, el único que acepta, una vez abolidos los templos (4,21), consiste en la práctica del amor fiel, que prolonga el de Dios a la humanidad (3,16). Este es el culto que no disminuye al hombre, sino que lo hace crecer, asemejándolo cada vez más al Padre. Es la prolongación del dinamismo de amor que es Dios mismo y que él comunica.
Dios no quiere al hombre a su servicio, sino al servicio de los demás hombres. No es un Dios absorbente. De ahí la sorprendente formulación del mandamiento nuevo que da Jesús a los suyos y que sustituye a los de la antigua alianza: <<Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que y o os he amado, también vosotros amaos unos a otros>> (Jn 13,34). Como se ve, aunque Jesús alude a su amor por los discípulos, no les pide a cambio el de ellos por él; por el contrario, pone la respuesta a su amor en el que ellos han de tenerse unos a otros. Esto explica que el mandamiento no menciona a Dios ni exija en primer lugar el amor por él, como era el caso del decálogo de Moisés.
De hecho, en la antigua Ley, el hombre debía amar a Dios sobre todas las cosas (Dt 6,4s). Al estar Dios <<separado>> del hombre podía ser <<objeto>> de amor de éste. Ahora, el Espíritu, la fuerza de amor de Dios mismo, identifica al hombre con Jesús y con el Padre. Dios deja de ser algo externo; impulsa al hombre desde dentro para que llegue a ser como él. Por eso ya no se habla de que el hombre se entregue a Dios; él se entrega al hombre como fuerza de amor, para que éste, a su vez, se entregue a los demás. De este modo, el que sigue a Jesús ama siendo uno como él y con el Padre (Jn 17,21-23). Se explica así que el mandamiento de Jesús no prescriba ya el amor / entrega a Dios, sino el amor / entrega a los hombres. No hay que amar <<a Dios>> o <<a Jesús>>. El único amor que el hombre puede ofrecer a Dios y a Jesús es su identificación con ellos.
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