lunes, 8 de octubre de 2018

CAP I. C) LAS INSTITUCIONES JUDÍAS. 6. Los letrados.


El papel central desempeñado por la Ley hizo que surgiera la necesidad de su conocimiento profesional y de su interpretación a cargo de expertos. Esta exigencia se hizo sentir aún más por dos razones: por la pretensión de la Ley judía de regular todos los aspectos de la vida humana y por la complejidad de su código. Únicamente a través de un estudio profesional era posible familiarizarse con sus detalles y alcanzar la certidumbre necesaria para aplicar sus normas a la vida cotidiana. Esta tarea, que en tiempos anteriores fue propia de los sacerdotes, en la época de Jesús había sido asumida por los letrados.

Los letrados, que en su gran mayoría pertenecían a la corriente farisea, se dedicaban al estudio minucioso del AT. Pero, además, habían elaborado poco a poco un inmenso comentario que explicaba el sentido de los antiguos preceptos y observancias y determinaba lo que había que hacer en cada circunstancia particular. Mediante su estudio pretendían actualizar la Ley, adaptándola a las nuevas necesidades y circunstancias. Se consideraban el magisterio auténtico y atribuían a su tradición autoridad divina. De hecho, sostenían que no toda la revelación de Dios a Moisés en el Sinaí había sido puesta por escrito. La parte no escrita de la revelación, Moisés la había transmitido de palabra a Josué; así dio comienzo la cadena de transmisión que se había perpetuado en Israel. Por su pretendido origen divino, esta tradición oral tenía para ellos el mismo valor que la Ley escrita.

En su enseñanza carecían de toda originalidad. No exponían interpretaciones que fuesen fruto de una experiencia personal, sino que invocaban las opiniones de maestros anteriores (argumento de autoridad). Por eso se les llamaba <<repetidores>>, porque hablaban siempre apoyados en la autoridad de la tradición rabínica. Sin embargo, por el supuesto conocimiento que tenían de la Escritura y de la tradición, así como por sus malabarismos con los textos del AT, aparecían como los auténticos intérpretes de la Ley y, por tanto, según ellos, de la voluntad divina.

Los letrados, hombres de estudio, maestros autorizados, tras un intenso período de formación recibían después de cumplidos cuarenta años una ordenación que los capacitaba para ejercer su magisterio y desempeñar funciones judiciales. Invadiendo cada vez más el terreno de los sacerdotes, habían adoptado como propias las leyes de pureza ritual exigidas a estos últimos. Llevaban ropas especiales, con unas borlas en el manto; formaban escuela y tenían discípulos que los servían como criados y los llamaban <<padre>> o <<director>>; se les cedían los puestos de honor en las funciones religiosas y en los banquetes, y la gente los saludaba por la calle con gran respeto. El tratamiento ordinario que se les daba era el de rabbí ( = señor mío, monseñor) (Mt 23,5-10 ).

Escrutando la Ley, habían llegado a descubrir en ella 613 mandamientos divinos, de ellos 365 negativos o de prohibición y 248 positivos. La preocupación por observar todos y cada uno de estos mandamientos encerraba la vida en una observancia legal obsesiva, que daba pie a una interminable casuística. Quien quisiera llevarla a la práctica no tenía tiempo para otra cosa.

Además, la práctica de una Ley tan complicada exigía un constante estudio y reflexión. Quien no la conociera no podía observarla. Por eso, el ignorante, incapaz de cumplir una Ley que no conocía, no podía agradar a Dios y era objeto del desprecio de los letrados.

Su doctrina se centraba en la piedad para con Dios, separándola del amor al hombre. Según ellos, el culto a Dios permitía olvidar las más sagradas obligaciones con el prójimo (Mc 7,6-13 ).

Concebían la relación con Dios en términos de culpa-mérito. Dios se convertía así en acreedor del culpable y pagador del justo. Como los méritos dependían de la fidelidad minuciosa a las normas, toda la atención se concentraba en la Ley, olvidando al legislador. Dios lo ha dicho todo, no tiene nada que añadir, se limita a vigilar. El diálogo con Dios quedaba sustituido por el cultivo de la minucia y la obsesión del cumplimiento escrupuloso.

El concepto de mérito desarrollado por los letrados es típicamente fariseo. En el AT se hablaba de <<recompensa>>, no de mérito. La diferencia estriba en que la recompensa es un acto de generosidad del donante, mientras que el mérito exige una paga en proporción a la obra realizada y como efecto suyo propio.

La Ley adquiere para ellos rasgos divinos. Deja de ser un acontecimiento histórico que respondía a las necesidades de una circunstancia concreta, para convertirse en una entidad absoluta, eterna, por encima del tiempo y de la historia, norma de la creación misma, sabiduría divina y preexistente. Al atribuírsele tales circunstancias ya no se podía pretender adaptarla a los tiempos, exigía un literalismo sin excepción. Su trascendencia la despegaba del contexto histórico, le confería un halo de misterio que hacía improcedente toda pregunta sobre el sentido de las observaciones prescritas. Era ocioso escudriñar su sentido profundo o la intención del que lo estableció. En virtud de esta divinización de la Ley, nada pasaba de moda, todo conservaba perenne actualidad. En consecuencia, la pretensión de los letrados de actualizar la Ley para su época servía únicamente para complicar aún más la maraña de los preceptos.

Esta concepción de la Ley suprimía toda iniciativa y creatividad del hombre. El ideal era una vida programada hasta en sus mínimos detalles. Por otra parte, fomentaba la idea de un Dios juez, que habría de premiar o castigar al hombre, teniendo por criterio la fidelidad o infidelidad a sus leyes. Dada la imposibilidad práctica de ajustarse del todo al cúmulo de leyes, sobre el hombre pesaba continuamente la amenaza del castigo divino.

Los letrados, por la posición que ocupaban en el Gran Consejo, por su condición de maestros autorizados y por el gran influjo que a través de su enseñanza en las sinagogas ejercían sobre el pueblo, constituían el poder espiritual por antonomasia.

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