El conflicto se agudiza cuando Jesús sube a Jerusalén, la capital del sistema judío. Allí, según los evangelios sinópticos, lo primero que hace es denunciar que el templo es un lugar de pillaje, calificándolo de <<cueva de bandidos>> (Mc 11, 15-18 par.; Jn 2,13-22). La institución que oficialmente era signo de la presencia de Dios en medio del pueblo, para Jesús se había convertido en un instrumento de explotación, en manos de los dirigentes, que acumulaban allí como botín lo que, con pretexto de la religión, expoliaban del pueblo.
La oposición no se hizo esperar. Los tres grupos que componían el Gran Consejo: los sumos sacerdotes, los senadores y los letrados, reaccionaron al unísono preguntando a Jesús quién le había dado autoridad para actuar así. Jesús no se deja avasallar, y los pone en un aprieto al pedirles que se pronuncien sobre si el bautismo de Juan había sido cosa de Dios o cosa humana. Si era cosa de Dios, tampoco Juan tenía títulos oficiales para bautizar. Ellos, que no habían hecho caso de la llamada al cambio propuesta por el Bautista, no se definen sobre la cuestión, porque no se atreven a desacreditar públicamente la figura de Juan, por miedo al pueblo. Ante tal oportunismo, Jesús se niega en redondo a darles razones de su actuación (Mc 11,27-33 par.).
Inmediatamente, Jesús pasa a la ofensiva. Con valentía, echa en cara a los supremos dirigentes religiosos su infidelidad a Dios, bajo la religiosas que aparentan (Mt 21,28-32), y añade una parábola en la que denuncia cómo se han apoderado del pueblo, arrebatándoselo a Dios, han maltratado y dado muerte a sus enviados a lo largo de la historia y, para suprimir toda esperanza de liberación, se aprestan a asesinar al Mesías (Mc 12,1-9 par.).
Entonces los dirigentes le tienden una trampa. Le envían un grupo de fariseos y partidarios de Herodes para que se pronuncie sobre la licitud del pago del tributo al César romano (Mc 12,13-17 par.). Si Jesús contestara que era lícito, quedaría desacreditado ante el pueblo, de sentimientos fuertemente nacionalistas. Si contestara que no lo era, las autoridades romanas lo considerarían un sedicioso y, como mínimo, lo encarcelarían. La respuesta de Jesús los desconcierta: los acusa de querer obtener la independencia de Roma, pero aprovechándose de su dinero. Es lo mismo que han hecho respecto a Dios: se han quedado con su pueblo para explotarlo. La primera condición para la independencia sería renunciar a la ventaja económica que sacan del dominio romano (<<Lo que es del César, devolvédselo al César>>) y, por supuesto, ser fieles a Dios restituyéndole el pueblo que es suyo (<<y lo que es de Dios, a Dios>>).
En el mismo lugar, miembros del grupo saduceo, al que pertenecían los sumos sacerdotes, le preguntan acerca de la resurrección; Jesús les contesta que no conocen a Dios, porque el dios que reconocen es sólo un dios de muertos (Mc 12,18-27 par.).
La violencia del conflicto llegó a tal punto, que los dirigentes, exasperados, se propusieron en varias ocasiones acabar con Jesús (Mc 11,18; 12,12). Por fin, aunque no se atrevían a detenerlo durante la fiesta de Pascua, por temor a la reacción del pueblo, no esperaron siquiera a que éstas terminasen para prenderlo a traición y condenarlo a muerte (Mc 14,1-2 par.).
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