Características particulares de la sociedad judía eran la compartimentación y la marginación que existían dentro de ella y su sentimiento de superioridad frente a los demás pueblos; éste la llevaba a un orgulloso distanciamiento, justificado teológicamente por su calidad de <<pueblo elegido>> por Dios. Las causas de la marginación tenían siempre un motivo o, al menos, un pretexto religioso.
El exclusivismo nacionalista judío respecto a los demás pueblos puede parecer un problema anacrónico. Sin embargo, en la historia se crean nuevos <<pueblos elegidos>>. Tal es el caso, en nuestros días, de los nacionalismos que afirman una peculiaridad con visos de superioridad o que pretenden aislarse en lo propio, creando barreras a la comunicación humana. Ya a escala planetaria, es el caso del llamado <<primer mundo>> respecto a los pueblos pobres de la tierra. Al igual que la nación judía de antaño, <<el primer mundo>> considera natural ser destinatario de <<las bendiciones divinas>>, bienestar, riqueza y hegemonía, mientras no pocas veces permanece indiferente ante la suerte de los pueblos <<no elegidos>>. Penetrado de su sentimiento de superioridad, propone a los demás pueblos su modelo de sociedad, cuando su conducta con ellos demuestra su insolidaridad y la explotación que ejerce.
Contra el particularismo y exclusivismo de la sociedad judía de su tiempo, Jesús abre las puertas a todos los marginados de dentro y de fuera de ella. Se acerca a las categorías socialmente despreciadas, en particular a los descreídos, llamados <<pecadores>> por los observantes de la Ley. No sólo se acerca a ellos, sino que los invita a formar parte de su grupo (Mc 2,14 par.), que aparecerá compuesto por hombres procedentes del sistema religioso y por otros excluidos por éste.
Así aparece en el banquete que se celebra después del llamamiento de Leví, el recaudador / pecador, representante de esta clase marginada. A la mesa, junto con Jesús y sus discípulos (los seguidores procedentes del judaísmo) se van recostando en pie de igualdad los recaudadores y descreídos que se han visto aceptados en la persona de Leví (Mc 2,15). Este banquete es figura de la comunidad universal de Jesús, pues detrás de los descreídos israelitas se adivina el horizonte de los paganos, los <<descreídos>> por antonomasia para los judíos.
No afirma Jesús solamente la igualdad entre los hombres, sino también la igualdad entre los pueblos. La aceptación de los paganos y su integración en la sociedad nueva está expresada por Marcos en el episodio del paralítico (2,1-13). En él, cuatro portadores (en relación con los cuatro puntos cardinales) (2,3) representan a la humanidad que se acerca a Jesús ávida de salvación; el paralítico representa a la misma humanidad, que, por su estado de muerte / pecado (parálisis), necesita ser salvada. En contra del desprecio y la hostilidad del judaísmo por los pueblos paganos, destinados, según la teología oficial, a ser sometidos a Israel, la obra de Jesús con ellos consiste en borrar el pasado de injusticia que los paraliza impidiendo su desarrollo (2,5) y en comunicarles vida / Espíritu (2,10s) que los capacite para alcanzar la plenitud humana.
Mateo y Lucas, en los relatos que describen la curación del siervo del centurión (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10), anuncian la salvación que ofrece el mensaje de Jesús a la humanidad sin distinción de pueblos, razas o religiones. Juan, por su parte, expresa esta oferta universal de salvación en el episodio que trata de la curación del hijo del funcionario real (Jn 4,46b-54). Lo mismo indican Mateo y Lucas al anunciar la participación en la alegría del banquete mesiánico (símbolo de la sociedad futura) de hombres procedentes de los cuatro puntos cardinales, mientras el Israel étnico, que rechaza el programa universalista de Jesús, queda excluido de él (Mt 8,10-12; Lc 13,28-30). Esto mismo afirma Jesús en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,9 par.) y en la de los invitados al banquete (Mt 22,1-10; Lc 14,15-24).
El principio que subyace a la praxis de Jesús es que lo importante, lo decisivo, lo primario, el valor supremo para el hombre es ser persona humana. La pertenencia a una raza, a una cultura, las diferencias de lengua, de tradición, de nivel de desarrollo, son aspectos secundarios que no pueden utilizarse para crear división ni para mostrar superioridad sobre otros pueblos o naciones. El principio tiene como último fundamento el ofrecimiento universal del amor de Dios a la humanidad; todos los hombres están llamados a ser hijos de Dios sin discriminación ni diferencia alguna. Será misión de los cristianos y de las comunidades cristianas poner el valor del hombre por encima de todos los particularismos y oponerse a éstos en la medida en que rompan la unidad fundamental del género humano o creen obstáculo a ella.
La carta a los Efesios formula así el plan de Dios para llevar la historia a su plenitud: <<hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste>> (Ef 1,10); es la unidad universal, que tiene su fundamento en la unidad de los hombres (<<lo terrestre>>) con Dios (<<lo celeste>>), de la que surgirá la nueva relación humana, la del amor. El Mesías hizo posible la unificación de la humanidad aboliendo precisamente la Ley judía, que constituía el orgullo de aquel pueblo y la barrera insalvable que lo separaba del resto de la humanidad (Ef 2,14: <<él es nuestra paz; él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo la ley de los minuciosos preceptos; así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva>>).
En medio de la humanidad corrompida por la injusticia, el antiguo Israel debería haber constituido una sociedad justa que diera a conocer al verdadero Dios. Su misión era centrípeta, es decir, debía presentar un modelo de sociedad que fuese foco de atracción para todos los pueblos (Mc 11,17). Esta misión fracasó históricamente; la sociedad de Israel llegó a ser tan injusta como las demás (Is 1,10-18; 5,1-7; Jr 2,1-13; 7; Ez 34, etc.).
En el Evangelio de Marcos, los seguidores de Jesús procedentes del judaísmo constituyen el Israel mesiánico (<<los Doce>>, Mc 3,13s). A este nuevo Israel le asigna Jesús una misión universal, pero esta vez centrífuga, invirtiendo así la vocación de este pueblo: en vez de ser centro de atracción, ha de ponerse al servicio activo de la humanidad entera (Mc 3,14s). Este hecho se ilustra en el segundo episodio de los panes (Mc 8,1-9 par.), en el que Jesús encarga a los discípulos (seguidores procedentes del judaísmo) servir el pan a una multitud pagana.
Este universalismo de aceptación y de servicio debe ser característico de la comunidad de Jesús (Mt 28,16-20 par.). Símbolo de ella es el arbolito de mostaza que echa ramas grandes donde pueden acogerse <<los pájaros del cielo>>, figura de los hombres de toda procedencia (Mc 4,30-32 par.).
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