El hecho de la misión, es decir, del esfuerzo en una labor que pretende provocar un cambio del hombre y de la sociedad, implica dos cosas: cierta concepción del mundo y una fe especial en el hombre.
La concepción del mundo a que aludimos es la de un mundo abierto, por oposición a un mundo cerrado. Concebir el mundo como <<cerrado>> significa pensar que existe ya un ideal inamovible de orden, de estructuración de la sociedad. En cuanto orden ideal, no necesita cambio; es más, todo cambio se considera atentatorio contra el valor supremo del ideal conocido. Dentro de tal concepción del mundo, la labor se limita a <<ajustar>> a los individuos a ese orden. El ideal que se propone a los hombres es su adaptación, en pensamiento y conducta, a los principios y normas del orden establecido.
Al contrario, se concibe el mundo como <<abierto>> cuando se piensa que no existe un orden definitivo, ni siquiera un ideal de orden definitivo. La meta de las aspiraciones humanas no sólo no está alcanzada ni se refleja en los ideales sociales conocidos, sino que ni siquiera podemos definirla en concreto. En todo caso, mientras un orden determinado consagre o admita la desigualdad entre los hombres, permita o disculpe situaciones de injusticia y ponga freno al desarrollo humano, no puede ser considerado como definitivo. El esfuerzo ha de concentrarse no solamente en paliar las injusticias del orden existente, sino en cambiar ese orden o sistema social, sustituyéndolo por otro tipo de organización, donde las relaciones que se establezcan entre los hombres excluyan la injusticia.
El choque entre estas dos concepciones del mundo aparece en el Evangelio de Juan como consecuencia de la curación del paralítico (Jn 5,1-15). Esta figura individual representa al pueblo / muchedumbre (Jn 5,3) sometido a las leyes de la institución religiosa judía. Este pueblo está <<ciego>>, es decir, cegado por la ideología del sistema religioso, que le ha señalado un modelo de conducta y le impide conocer sus potencialidades; <<tullido>>, es decir, incapaz de movimiento y de iniciativa, porque la legitimidad del orden no se discute y toda actividad que pudiera ponerlo en cuestión o toda aspiración a una sociedad diferente se considera blasfema; <<reseco>>, es decir, sin vida. La adhesión incondicional a un orden injusto anula al hombre, reprime sus aspiraciones, lo priva de libertad de pensamiento y de acción, impidiendo su desarrollo personal.
Jesús ha invitado al hombre / pueblo a salir de su estado y a recuperar su libertad transgrediendo el precepto religioso (Jn 5,8: <<Levántate, carga con tu camilla y echa a andar>>). La libertad del pueblo no es admisible para los dirigentes, quienes le recuerdan la sumisión debida (5,10: <<Es día de precepto y no te está permitido cargar con tu camilla>>). Cuando se enteran de que la transgresión no se debe a la iniciativa del individuo, sino que otro se lo ha aconsejado, los dirigentes se alarman (5,12: <<¿Quién es el hombre que te dijo: "Cárgatela y echa andar"?>>).
La actividad de Jesús con el pueblo provoca la persecución de los dirigentes contra él (5,16: <<empezaron los dirigentes judíos a perseguir a Jesús, porque hacía aquellas cosas en día de precepto>>). El pretexto de la persecución es que Jesús no se atiene a las prescripciones del sistema religioso; de hecho, éste impide sacar a los oprimidos de su miserable condición. Jesús no se somete e incita al pueblo a sacudirse el yugo que le impone la institución religiosa y que lo priva de libertad y de vida.
Para los dirigentes, el orden establecido se basa en la ley y expresa la voluntad divina. Dios habló en el pasado y determinó de una vez para siempre la organización de la sociedad judía y la norma de conducta para los individuos, basada en la sumisión a la ley y a las instituciones por ella establecidas. Los dirigentes son los custodios de ese orden sagrado que no admite novedad ni tolera disidencia, y cuyo garante es Dios mismo. Para ellos, los valores absolutos son la ley y la institución que de ella se deriva, en la cual ellos detentan el poder y constituyen la clase privilegiada. Sumisión a la ley equivale a sumisión a los círculos dirigentes. Oponerse a ellos significa oponerse a Dios mismo, pues, según ellos, es Dios el creador, garante y celador del orden existente y definitivo.
He aquí la respuesta de jesús: <<Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando, y yo también trabajo>> (5,17). Contra la concepción del Dios inmóvil que sólo exige sumisión al modelo de hombre y de sociedad decidido por él de una vez para siempre, Jesús afirma que la actividad de Dios no ha cesado y que su propia actividad refleja la de Dios y está apoyada por él (<<mi Padre>>). A la idea de un mundo terminado y definitivamente organizado opone la de un mundo en evolución, pues mientras exista miseria, opresión o injusticia la obra de Dios no está acabada.
Los cristianos, por tanto, siguiendo a Jesús, se proponen proseguir la misma actividad, cuyo objetivo es hacer un mundo digno del hombre.
Pero esta relativización del pasado y del presente, y esta apertura al futuro exigen una ilimitada fe en las posibilidades del hombre. Este es quizá el punto más difícil, la fe más ardua para el cristiano. El contacto diario con la mediocridad, mezquindad y ambición propia y ajena; con el temor al riesgo y la búsqueda de la seguridad; con el materialismo, que pone la propia subsistencia y comodidad por encima de los ideales de justicia; con la renuncia a la responsabilidad personal, abdicando la libertad en favor de alguien que solucione los problemas; con la insolidaridad, crea tentaciones permanentes capaces de descorazonar y hacer renunciar a la labor de cambio.
Aquí se encuentra la enseñanza y el ejemplo de Jesús. En la conocida parábola del sembrador, que puede llamarse mejor <<de los cuatro terrenos>> (Mc 4,3-9.14-20 par.), describe cuatro posibles actitudes del hombre ante el anuncio del mensaje. La primera, el endurecimiento, porque los prejuicios o los intereses personales son incompatibles con él; la segunda, la superficialidad, que se entusiasma con el mensaje, pero no está dispuesta a correr riesgo alguno por su causa; la tercera, la aceptación, pero sin renunciar a las ambiciones; la cuarta, la aceptación plena y la asimilación vital del mensaje.
En la parábola de la tierra que, una vez sembrada, da fruto por sí sola (Mc 4,26-29) expone Jesús el caso de los que aceptan el mensaje sin condiciones, de los que se portan como <<tierra buena>>. Estos son los que llegan hasta la entrega total de sí mismos. Es decir, Jesús espera en el hombre, tiene fe en él y sabe que, a pesar de los muchos fracasos, hay siempre una posibilidad de respuesta y hombres dispuestos a responder.
Esta fe explica la constancia de Jesús con el pueblo e incluso con los discípulos, sordos a su mensaje y en los que se descubren las malas o deficientes actitudes expuestas en la parábola del sembrador. Son los prejuicios nacionalistas y el deseo de gloria nacional los que le impiden la comprensión y justifican los reproches de Jesús (Mc 4,40; 8,17s.33). La superficialidad de los discípulos se muestra en la fuga cuando prenden a Jesús en Getsemaní (Mc 14,27.50). Su ambición de grandeza y poder se muestra varias veces en el evangelio (Mc 9,34; 10,35-37). A pesar de todo, Jesús confía en que llegará el momento en que le den la plena adhesión. Como lo señala Lucas en los Hechos, para hacer comprender a los discípulos de procedencia judía la universalidad del mensaje de Jesús, no bastaron siquiera la experiencia de la resurrección ni el don del Espíritu (Hch 1,6; 2,1-4). De hecho, la conversión de Pedro, el más representativo de los discípulos de origen judío, se inicia en casa de Cornelio (Hch 10,1-48) y culmina solamente cuando es liberado de la prisión (Hch 12,5-17).
La paciencia y constancia de Jesús manifiestan un amor que no desfallece ante la mezquindad humana, porque cree siempre en las posibilidades del hombre, por muy enterradas que están bajo la inmadurez, los prejuicios culturales, los ideales nacionalistas y las ambiciones personales. De hecho, la maduración personal está en gran parte condicionada por la maduración de la sociedad. A pesar de los fracasos, la labor, aunque lenta, no es inútil; el nivel a que se comprende o se practica el mensaje irá subiendo a medida que la humanidad vaya adquiriendo su edad adulta.
La fe de los cristianos, que funda la misión, no es, pues, solamente la fe en Jesús y en el Padre; es al mismo tiempo, y con ellos, la fe en el hombre, que lleva en sí, por la creación misma, la aspiración a la plenitud de vida.
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